BRISA
Sigue Capítulo 1 "4 estaciones" - Estación desamparados - Págs: 24 - 28
A la
par de las tendencias actuales de resistencia y reutilización como principio
enfático de la oferta, aunque lejano todavía de esa convergencia usufructo-adaptación
que exigen los tiempos en un mercado adicto por lo nuevo y lo novedoso, la música
popular es una constante hoy en su eterna búsqueda por establecerse en medio de
una incesante mutación también de afectos que parecen nunca hallar el pasto
adecuado adonde pernoctar por un buen y apacible rato sin que una nueva corriente
haga volver sus ojos en otra nueva y acaso breve estadía.
Aunque
nunca con la misma embriaguez y conjunción aglutinadora de aquellos tiempos
cenit de la otrora década prodigiosa, sea cual fuere la época vivida y su
respectiva variante rítmica en boga, solo el rock –a partir de una suerte de
variantes estéticas que se niegan a perder la nutriente de su vena matriz–, parece
haber logrado sustentar una identidad firme de la cual echar mano como rúbrica
única sin que sea este resentido un ápice por el estilo: como es la secuencia
evocativa de los años 70 –con notorios rasgos sicodélicos incorporados como
distintivo personal del grupo–, con la cual es acogida la pareja a su arribo a
la arena de conciertos de Lago Miguelao, en medio de un intenso lumínico que en
el clímax del encantamiento ha acallado a todo sonido consuetudinario excepto a
la guitarra y su respectiva estela de platillos. Es cuando aquel tan oportuno “Flor
de luna” instalado ya en el punto más encaramado de su solo de guitarras que fluye
entre los rostros sudorosos de los espectadores cual si fueran abanicados por
el vuelo rasante de algún rey de alturas, sirve de punto de enlace entre un género
siempre visto desde ese lado opuesto irreconciliable, como excesivamente adicto
a la estridencia y dúctil en demasía a la improvisación en la interpretación, y
un Eraldo domiciliado más bien en un mundo sonoro de lunas acrisoladas y
ceñidas a los protocolos que garanticen un mínimo de fidelidad; de fases y
contra fases en el cual, si bien es el estilo el que –cuando no–, marca la
pauta interpretativa, es la idea de la composición su fin supremo.
Como
siempre hasta en los momentos de mayor exaltación, Eraldo se da maña para hacer
un alto en el tiempo y dar una lectura cóncava a cada mirada atrapada en la
multitud extática, y leer infraganti sus manifestaciones colectivas “de nado
sincronizado” como el los denomina. Y aquellos coros de silencio que la noche
intensa más con sus reflejos multicolores, de picos y precipicios abruptos suspendidos
en aquel armisticio melódico diagramado en los ojos ávidos de saciedad de cada
espectador, si bien esta vez menos definidas a la usual usanza suya, como en su
mundo formal y riguroso encienden de pronto el mismo espectro de curvaturas
labradas que hasta entonces hacía feudo irrestricto de la partitura,
descubriendo, aunque esta vez a ojo abierto, –pues así lo decretaba la noche
que pone al descubierto espectros insospechados en la escala–, la misma
trayectoria exploratoria a la que estuviera tentada de seguir la sonda espacial,
cada vez que una nueva nebulosa se atravesara en su infranqueable ruta.
Una vez
más atrapado en el juego de las probabilidades –el cual parece encantarse y
explayarse entre las sinuosidades de la noche cuando, como pocas veces, yuxtapone
entre sus contadas banquetas individuales colindantes de sus claros, entes
abiertamente indóciles apenas gobernados por la luz distintiva de sus
restringidos recintos, dependientes a su vez de la parsimonia del tiempo y la siempre
inquietante soledad aledaña–: ¿Cual es la probabilidad de que en apenas un par
de horas sea el azar nuevamente capaz de lograr, si no cambiar, al menos compilar
y ampliar un espectro profundamente arraigado en el gusto musical ad honoren de
una persona, como es el que la música clásica provoca en Eraldo, desde la
infancia cuando el viejo piano de la tía solterona cobrara vida de forma casi
fortuita entre sus tiernos dedos coludidos con sus sentidos precoces hasta
entonces cohibidos? Al extremo de ahora salir junto a la culpable de esa
mutación blandiendo los brazos y tarareando aquel estilo pausado y de marcadas
oscilaciones melódicas con la que la interpretación cierre de la agrupación parece
haber tocado el alma de cada fanático y como un eco pervive a los muros del recinto.
Como es el caso de las parejas que los antecede, la que los postsede, o
aquellas que desde sus flancos con actitudes símiles los invitan a tomarse de
la mano casi sin darse cuenta.
Las dos
de la madrugada y rompiendo esta vez todas las probabilidades que se hubieran
tejido desde el punto de vista más audaz a su salida de Amanhecer, por fin Eraldo
se hallaba ante la puerta de “La cascade”, aquel embadurnado rincón motivo de
su viaje a Aracatuba que así, en un arranque de remordimiento formal, borraba
de plano cualquier sentimiento ajeno que pudiera haber intentado añadir algún
velo de desazón a la experiencia.
Una
estrecha y sinuosa galería los recibiría y guiaría con rumbo al anfiteatro adonde
apenas pueden percibirse los grados cadenciosos de ese algo un tanto
distorsionado por el lecho acústico, cuya imagen vislumbrada los predispone y
encandila, y en medio de una ruta plagada de incitantes obstáculos que en cada
atado de pasos, –como los vaivenes de un vals que nunca parece decidido a
separar el péndulo del espiral, en cuya vorágine se hallan sumidos los
bailantes en tanto debaten la coreografía al fondo sonoro–, quisiera cada quien
maridar sus ojos con sus oídos y acoplar aquel lejano cantar “desacomparsado” con
aquella secuencia pictórica apocalíptica,
de naturaleza trasgredida y muerta por el hombre que más y más los atrapa cada
vez que la propia escena conduce sus miradas hasta el preciso lado opuesto del
obscuro callejón adonde la misma mano del artista apurara una cura y un grito
de resistencia en una tornasolada secuencia de ribetes fosforados en la que la siempre
expresiva y sincera mirada infante, de seños fruncidos que contrastan con el testimonio del brillo de
sus ojos, despiertan y se repiten desde el tono más tenue de la escala que
linda con las fronteras del abatimiento, hasta hacer ocupación de los espacios
blancos más vitales y empinarse al más intenso del verde en posición de renuencia
al ámbar páramo.
“Esos locos se amanecen…”, le había dicho Joelenne, o
simplemente “Jo” –como prefiere que la llamen–, cuando al fin se animara Eraldo
a contarle el motivo de su viaje a Aracatuba.
Más, si
una sorpresa adicional podía añadirse a esa escala indehiscente que parecía no
tener fin en su vano intento por no dejarle hallar y atar los diámetros
correctos de sus hilos, también de colores profundamente conexos, era ese
sinnúmero de sonrisas con las cuales parecía ella corresponder a una suerte de
saludo interrumpido de varios de los asistentes y anfitriones del arrecovacado
local, y lo que es más, aquel “Metamorfosis” clásico de Goethe, declamado y
pronunciado en idioma nativo por un hombrecito rubio de ojos pardos que no se
afana en ocultar su dejo afrancesado, una vez más –si bien contrastantes,
armonizantes a la vez–, los propios pixeles de la noche rendidos ya de tanta
emoción desbordante, parecían querer atenuar en almohadillas aquellos picos vehementes
que no cesaban de dispararse amerizando una y otra vez cual fuegos artificiales,
hastiados y saciados de lumbre y esplendor, en la pequeña fuente delante del
escenario adonde desde la nada que una obscuridad muy bien camuflada resguarda,
una pequeña cascada vierte sus trazas espumosas antes de devolver sus mansas
aguas sorbidas al pequeño estanque en tanto una sutil melodía en clavicordio
envuelve y amansa el estridente choque de aguas furiosas –como copos de nieve,
entre reflejos de colores también satisfechos.
Una
alarma casi imperceptible perdida entre las cobijas desordenadas sobre la cama y
un despertar sobresaltado y confuso por los matizados distintos con los cuales
los recibe la mañana son los ángulos de la instantánea que grafica el momento.
Ella que delicadamente aleja su sien del hombro aledaño y abrumada por su
espeso y suave pelamen se envuelve en su propio nido dejando apenas a la
intemperie un claro pálido en su hombro. El, aunque hubiese querido hacerlo en
su frente y descender dañando dulcemente con su aliento cada milímetro que lo
separara de la recompensa de sus labios, con la pausa que le concede el último
deseo, besa ese hombro blanco –lo poco que queda de aquellos copos
fosforescentes de la noche que todavía repican en cada parapadear de sus ojos–,
sin que alguna interpretación no deseada rompa la poca magia que parece
aferrarse a los claros iniciales del día en la habitación.
Ella diluyendo
un suspiro en ese nuevo acomodar entre las sábanas de su cálido cuerpo ya
liberado, a sabiendas de que en aquella arista común no tocada por ambos de su todo
compartido acerca de su estadía en Amanhecer –aun cuando nunca arrepentida–, estaba
ese cerrar de puertas que tanto temía. El queriendo “despertarla” y atraerla
nuevamente hacia su hombro todavía tibio, pero, intimidado por ese albur con el
que se han suscitado los acontecimientos, se abstiene y sigue tras un breve
aseo y una mirada silenciosa.
El viaje de retorno a Amanhecer no está marcado más por
la satisfacción y el embeleso de una exuberante noche desierta que hubiese
esperado también sentir Eraldo en ese inicio de día que apenas comienza a acomodar
sus gradientes a la nueva escala lumínica. Sin embargo junto a la hora de la
mañana que corre, quizás tratando de esconder aquel desconcierto ocasionado por
una despedida inesperada a la esplendidez vivida –esta vez desde ángulos más
íntimos–, todo parece conjurar cuando se agitan y reavivan aquellos
sentimientos algo dormidos de amparo y reconsideración por la pequeña Brisa. El
tan esperado –y temido a la vez– tercer día de cumbre, víspera de la partida,
llegaba así entre estridentes tañidos de nostalgia tan prematuros que ya saben y
suenan a destierro en medio de un discurso de clausura emotivo que sólo palabras
de euforia y optimismo habrían de hacer llover entre tanto ambiente festivo; hasta
aquella transmutación en no menos estruendosos aplausos y una ola de melancolía
que se abstenga y prefiera enmudecer en medio de aquel bosque de rostros
risueños, esta vez aparentemente sin motivo de réplica en el suyo.
Una vieja casona que tan pronto como se hace notar
desde unos cincuenta metros previos y tan pronto como es alcanzada, es dejada atrás,
le hace recordar el último tramo de la más trajinada de las noches que ha
tenido en su vida, despertando una leve sonrisa en su rostro que hasta logra
encender sus pupilas por un instante, quedando la imagen estática satisfaciendo
como una postal, aquel albur de protección que aun desde la más vaporosa de las
distancias, remansan su alma. Una señora que resultó no siendo su madre y con
el seño fruncido refunfuña porque pese a la hora tuviera que volver a salir Jo,
y aquel par de hombres que tras mirar con desconfianza a Eraldo, se ofrecen a
acompañarla hasta que ella debe enseriarse para tranquilizarlos en tanto, en
una lengua que no entiende, y ella después traduce, le dicen “buen hombre ella
mujer buena”.
«¡Que estoy haciendo...!_ exclama de pronto Eraldo
como despertado repentinamente de un sueño profundo mientras da una mirada al interior
del bus cual si quisiese resembrar discreción en un ambiente que felizmente por
la hora todavía anticipada al atesto que se prevé cercano ya al inicio de la
ceremonia de clausura, se halla casi vacío. Y despliega su mirada hasta la
ventana posterior como tratando de retomar un hilo perdido, esta vez por estropicio,
y a partir de ese halo de melancolía que nítidamente pervive entre los rasgos
difusos de vapor invisible que tanto se empeñan en bosquejar aquel rostro de
mirada des acorazada e inmune a la vez que apenas puede imaginar bajo ese sedoso
torbellino de pelo, retomar también aquellas trazas de afinidad tan pocas veces
convincente en su vida, la cual, ahora parece ahondar medidas tras su salida accidentada
de la habitación, más no hay lugar ya para otra determinación que no sea seguir_,
al menos por ahora», se dice tratando de menguar el peso que lo oprime.
Apenas a unas horas del esperado concierto de
clausura, esta vez, difiriendo marcos y lumbres con los días previos, el halo
de nostalgia proyecta esta vez su sombra en el vértice más soleado de aquel 25
de septiembre. En medio del remanso plateado de un río cuya imagen superpone su
silueta entre los amplios cristales del recinto sede azuzada por la claridad
reinante y el ángulo inclinado de la mañana, la visión de Goethe parece cobrar
vida disturbando con su reflejo los más cálidos recuerdos de una noche acaecida
entre pulpas azucaradas, distintas en intensidad, de sabores también distintos,
pero de corazones y de semillas tan idénticas que sin embargo al rayar del día –sin
que una pizca de borrasca amenazara el blanco radiante de sus escasas nubes–, hubieron
de esconder sus guías que tan auspiciosas asomaban entre las trémulas membranas
de sus albúmenes en la ruta de aquel hilo vegetativo ascendente que apenas
ansiaba la certeza que inspira el sortilegio de la humedad reinante, para
henchirse despreocupada ante el ímpetu del sol.
Y el panorama propicio sigue su curso, si bien nuevo
como los 28 años de aquel rostro que apabulla y restriega su mente, extendiendo
esta vez lienzos con la destreza de una mano muy bien templada, y superponiendo
lustres en tanto desata silenciosas y coloridas bombardas en la nueva
superficie acuosa, ahora en fondo negro. Y los ángulos desnudos de aquel lago
Miguelao que si alguna vez hiciera honor a la alusión rústica de su seudónimo –atenuada
ya por la pulcritud, la armonía, y por aquella ansia de protección que inspira su
imagen en cada mirada embobada que necesariamente habrá de hechizar también al
recién llegado–, retoman posesión de su mente, en especial, los aproximadamente
cien metros que separan la puerta de acceso de la playa de conciertos, en el
vértice obtuso de aquel delta acuífero de ensueño agregado que lejos de
artificiarlo se adhiere a su todo natural, combinando y fusionando sus colores
al plateado sobre los cristales. Y tal y como a manera de acicate fuera
fielmente descrita por Jo en tanto caminaban las pocas cuadras que separan
desde la estación al recinto natural acuoso, las notas musicales parecían literalmente “…cobrar imagen y rebotar o ser tragado por sus
tranquilas aguas…”, en ese espectáculo visual fastuoso cuya fuente, esta
vez en tamaño natural, en su afán de sobrecoger, pretendíase alegórica casi, casi queriendo competir con alguna réplica
ficticia tridimensional cuando ondula y titila como un insaciable castillo de
fuegos artificiales.
Seis son los grupos que luego de una travesía en
convoy bifurcarán sus destinos en pos de un número similar de pueblos nativos
que, en la medida que el tiempo lo permita, habrán de alternar rutas hasta el
ocaso del día, a cuya jornada de regreso se les unirá Euritmia en ese memorable
concierto cuya evocación entre oleadas de entusiasmo y sentido del deber, devuelven algo los tonos
de color perdidos por el rostro de Eraldo quien desglosa con reticencias aquellas horas
de disloque emocional íntimo de una horizontalidad con la que hasta ahora
había manejado su estadía en tierras brasileñas, aunque muy en el fondo supiera,
cuan lejano estaba de desechar tanta conjunción manifiesta –en toda su
madurez y capacidad de adherencia–, en apenas el tiempo que le cuesta al ser
humano tender a atar nudos entre un capítulo y otro de sus cada vez más "apausadas" vigilias, y hacerlo danzando
junto a un enajenamiento tan discriminador como su esencia atosigada de
solitariedad y suspicacia, era poco probable para una noche que todo lo
invisibiliza, dejar que algo así suceda adrede dos veces sin que su prestigio
todo se vea resentido en caso este se diluyera en la nada, o tan solo pretendiera
hacerlo...
Ingreso: 29 de abril de 2012
Al borde del paraíso
"Brisa" - Capítulo 1: "4 estaciones" - Estación desamparados - Págs: 29 - 35
Un ánimo excesivo de integración que la sola
denominación de la travesía despierta ya en el subconsciente de las gentes, ha
hecho de las listas de pasajeros que abordarán cada nave, un caos inicial que
el paroxismo vivido ante la gran expectativa generada por el viaje, los hace
tomar con buen ánimo. Será el azar y algunos datos de los perfiles personales almacenados
en el sistema de los organizadores los que determinarán en cual embarcación habrán
de hacer el recorrido, algo que a más de uno –entre ellos Eraldo–, apartará de algunas
amistades logradas durante los días de conferencia y bien pudieran haber
servido para dar otra tónica al viaje ahora que se halla distante por los
eventos acaecidos en los pocos días de estadía en Aracatuba –en especial el
último–, aunque, eso en vez de perturbarlo parece satisfacerlo pues, precisamente
un día como hoy preferiría un espacio íntimo para dar rienda suelta a sus abstracciones.
Aún cuando todavía embargado por los recuerdos de la
copiosa noche reciente, ya en plena travesía, los paisajes que alternan
sus picos de intensidad emotiva en cada
metro que gana el convoy recobran protagonismo en su ánimo y pronto toman
propiedad de la situación en esa contagiante vorágine de murmullos y flashes
que se desatan en cubierta. Aun cuando los ilusos y espontáneos dijeran lo
contrario en un ánimo de elucidar sus propias conjeturas, esta vez la hipótesis
no ha sido planteada total y libremente por el libre albedrío del azar y su
siempre expectante albur, sin embargo se diría que, pese a la intervención
calculada y exenta de un mínimo de intuición humana de la información
almacenada en un frío e inerte disco, alguna mano titiretera ha templado sus
hilos sobre ese eje sideral caprichoso erigido en torno a Eraldo cuando, no
solo es la nave, sino la propia mesa asignada para el refrigerio de viaje y los
momentos de tertulia que pueda deparar parte de la travesía, la que parece
destinada a confrontar de una vez por todas un escenario apenas planteado por
la improbabilidad desde su arribo a Amanhecer.
Allí, entre las cerca de sesenta personas que
conforman el grupo de viaje en la nave “Compassa”, en la mesa de seis personas adonde deberá detener
inevitablemente sus pasos de pronto vacilantes –felizmente y curiosamente
ocupada también por la pareja de ancianos que le cedieran su paraguas ese
primer día de aguaceros–; no puede creer lo que sus ojos ven. Con sendos
helados de cremosos picos sobrepasando la propia altura de sus cabezas, escena
ahondada por alguna excesiva hondura de sus asientos, tiene ante sí nada menos
que a las dos pequeñas niñas cuyos
rostros difíciles de olvidar desde que nítidamente fueran auscultados en su segunda travesía por las inexploradas rutas
del sueño y de la noche, traen inevitablemente a colación la figura de Brisa,
la madre, cuyo solo recuerdo apoca aún más
el ritmo de sus pasos haciendo de ese instante largo y penumbroso, un escalofrío que lo toma mal parado, y un mirar hacia todos lados esperando
en cada cerrar de ojos forzado, un despertar que evite darse de bruces con lo
menos planificado que tenía para la tarde; aunque, repentinamente consciente
como es de todos los preparativos que habrá de deparar un concierto tan sui
generis como el que sin temor a yerros podría decirse es más esperado que la
propia excursión, recapacita y retoma el control de tan inesperada situación
ayudado por una imaginada esplendidez de una nave tan especial como “Euritmia”
cuyo acondicionamiento no solo acústico sino ornamental, a esta alturas tendría
que estar necesariamente en pleno ajetreo final.
Es interminable la distancia que todavía debe recorrer
hasta donde la mesa parece resaltar entre las demás enfocada por un haz de luz
que la situación intensa más, pero las señas con las que desde los
aproximadamente 10 metros que aún lo separan del acrílico la dama japonesa que
lo ha reconocido pretende llamar su atención –es la única silla en la amplia
sala que aún falta ocupar–, devuelven elasticidad a sus músculos y agrega una
dosis de serenidad a su estado todavía alterado. Es imposible no vislumbrar en
esos dos pares de ojos pequeños, como cuatro fichas de ópalo apenas
empequeñecidos por la distancia de un fondo de espejo en el cual parecen
reflejados, a los de su madre, incluida su mirada con esos alargados rabillos
de ojo emulando una sonrisa interminable; y mientras la propia escena
panorámica toda coadyuva en la recuperación del control de sus emociones auxiliado
transversalmente por las preguntas inquisidoras de ambas niñas y sus
reticencias a los pedidos de moderación de parte del padre llevándolo a escenas
propias de su hogar: una leve sensación que no alcanza a reconocer le hace
sentir una comodidad en el lado de la mesa que nunca hubiera imaginado sintiera
de haber sabido que tal situación planteara como acto premeditado y
admisible, menos que comenzara a disfrutarla de la forma que lo hacía ahora.
Con tanta agua alrededor que ha despertado la destreza
dormida de no pocos aficionados a la pesca que se animan a intentar suerte, es
inevitable que el tema de conversación no gire en torno de los ríos, de la
belleza y la fertilidad que desborda e irremediablemente hace imaginar y añorar
esa misma ilusión perdida en otras latitudes entre las cuales, muy a su pesar,
no puede Eraldo evitar el rubor que necesariamente invade su rostro cuando toca
esta vez referirse a los ríos de su tierra y a la contaminación persistente aun
en los años del ecologismo como estilo de vida que parece asentarse en todo el
orbe y que solo una ausencia de determinación de sus autoridades ha logrado
prorrogar acosado por dos de sus más temidos fantasmas: por un lado aquella
especie de aureola de jerarquía e inmunidad que siempre hace acápite
sobrentendido la palabra inversión –casi, casi comparable a un sumo acto de
filantropía al cual solo cabría agradecer con reverencias y homenajes olvidando
el fundamental y proporcional papel del rédito –, y por otro, aquel enloquecedor
temor a la impopularidad que siempre trae consigo toda medida drástica para con
los males y usanzas distorsionadas por una ausencia de deslinde entre las definiciones de bien propio y bien común, y del derecho y el deber, así como una mal entendida lenidad y tolerancia.
Brasil no es la panacea en cuanto al problema de la contaminación,
sin embargo la toma de conciencia deja de ser un acto eminentemente reflexivo cuando
un matiz emocional desnuda cierto grado de fruición emulativa en el pueblo y
conflagra en cometido, a cuya presión argumentada,
no hay convenio ni plazo que se instale a conformidad en el subconsciente de
las gentes. Y todo ello tiene como base de apoyo y salvaguardia aquel
majestuoso Tieté que ahora parece conduciros con dirección del paraíso, al
haber desatado entre otras orillas de río aledaños azotados por la polución
doméstica e industrial, pasos decididos de franco avance en su búsqueda por
recuperarlos también para la fauna y la flora acuática, sin mencionar toda la
batiente contemplativa y de circunspección que es capaz de desatar en un
pueblo, tanta belleza y aroma a plenitud restaurada.
El grave tañido de bocinas que anuncia la llegada a
puerto de las primeras naves hacen salir a todos a cubierta desatando una ola
de saludos y despedidas entre quienes logran avistarse en medio del tumulto, a cuya
oleada se suman también las niñas una de las cuales termina en brazos de Eraldo
a pedido de Edson, su padre, quien sostiene a la otra.
Ya inmersa en la densa vegetación que opaca la
visibilidad nada puede describir el momento que vive la caravana que parece ser
devorada por la vegetación dejando apenas un imperceptible rastro entre los
espesos follajes de las bromelias, araucarias y bambúes cuyos impetuosos brotes
parecen conspirar en la desaparición de la trocha. Con apenas tres o cuatro
metros de ancho que por ratos se abre en claros y otras se estrecha al extremo
de tener que hacer verdaderamente una fila india, el camino se torna agotador
por lo empinado de sus subibajas y el pasto crecido del sendero muy a pesar de
lo bien fortificado de su suelo por una especie de gras en alto relieve que de
seguro hará mas seguro el desplazamiento del grupo en caso un aguacero
imprevisto perturbe el hasta entonces calmado y oreado trajín, aunque, aquel
lejano estruendo que despierta las especulaciones entre los caminantes los haga
instintivamente cerciorarse de la presencia de sus paraguas y sobretodos.
«Es raro no
cruzarse con alguien en el camino sabido como es que los nativos son gente
dedicada al comercio de sus productos agrícolas y de artesanía»,
dice Aoki, la risueña señora que desde el desembarco ha desplegado su vistoso
paraguas floreado agobiada por el sol que a ratos arrecia.
«No, no, estos
que vamos a visitar están solo sometidos a un régimen de semi-protección en las
riberas de las posas de Iguaranamí. Ellos se dedican a la crianza de peces para el
consumo humano, en suma, más agua cristalina para los ojos»,
responde sonriente Irotaka, el marido, al parecer revelando un código que solo
ellos conocen y los hace sonreír.
Y la respuesta aparece pronto cuando la ruta, si
bien hasta entonces con una tendencia ligeramente plana, se torna de pronto en
cima desde donde entre brisas refrescantes que no solo abanican sus rostros
abochornados, sino sus propios ojos luego de tanta llanura, tienen al fin el
panorama entero a sus pies con que extasiarse de tanta belleza natural –cual si
estuvieran a la cima del propio Edén–, pudiendo divisar todo un paisaje
auténticamente aldeano tal y cual lo describiría algún libro o película de tinte añejo,
con sus chozas de paja y madera entretejidas emanando sus humos desde sus
chimeneas incorporadas como prueba fehaciente de la innovación a la par de las
dos turbinas eólicas al otro lado de la colina denotando ese lado de la modernidad
tan abrupto al ojo sensible, aunque no necesariamente para los otros sentidos de
cuyo beneficio primordial aun el más pretérito tradicionalista estaría tentado
a nunca desaprovechar, aunque solo sea como en este caso, para dotar de medios
básicos de consumo a un pueblo cuya voluntad propia se ve reflejada en esa
mirada un tanto anacrónica para los tiempos, pero con un profundo sentimiento
de comodidad y armonía con la naturaleza que aun en el contraste se irradia desde
el orden y la simetría de sus callejuelas.
«Ojalá
hubiésemos arribado por la mañana, esto debe ser maravilloso bajo la incidencia
inclinada de los primeros rayos del sol», dice Eraldo
verdaderamente fascinado de ver las grandes pozas cristalinas las cuales no parecen
haber sido tocadas un mínimo en la adecuación de las granjas al cariz de sus
formas y dimensiones; apenas un par de compuertas en cada una de ellas y otro
de embarcaderos para la cosecha; todo lo demás, aun la propia hierba que parece
alfombrar sus linderos parece impretender desencajar del denso paisaje que lo
rodea.
Tan embaucado
está Eraldo por la magia que el lugar y su vegetación expelen –como lo hace la
flor al colibrí que una y otra vez vuelve a la misma corola acaso hechizado por
el aroma y el color más que por el propio néctar ya extinguido–, que no se ha
percatado que el grupo forma ya filas para el breve recorrido previo a la
presentación dancística preparada por los nativos, quienes, aun cuando esporádicas,
tienen muy en claro en este tipo de visitas el concepto de mercadeo con miras a
la comercialización de su producto. Una vez consciente de su retraso se apresta
a unirse a la partida, más no puede evitar encontrarse con ese par de ojos que
lo ha estado observando con suma diligencia y a la distancia parece sonreírle.
«Vaya lo
amistosos que son estos nativos que le hacen a uno despertar un
sentimiento de familiaridad y confianza», se dice mientras
se une al grupo que inicia el recorrido en los alrededores acompañados por una
intérprete que se esfuerza por no dejar fuera de escena a un movedizo y robusto
hombrecillo que enfrascado en una especie de Portugués y algún dialecto nativo
da forma junto a otros aldeanos a su labor de pesca en el área de ejemplares
listos para el consumo humano.
La nube de peces entre salmones dorados, piaparas,
trairas, tilapias y otros ejemplares gigantes ocupan despreocupados la atención
de Eraldo, cuando de pronto, como tocado por la arista de un gélido cubo de
hielo, un impulso repentino lo hace volverse hacia el lugar adonde el de la
mirada persistente y risueña minutos antes le hicieran apenas asentir con
delicadeza sin mayor importancia que la que merece toda cortesía, más el hombre
ya no está allí. No muy lejos de allí sin embargo, desde una ventana en la
segunda planta de la única cabaña hecha toda en madera aunque sin alterar en
nada el estilo aun del propio techo de aguas circulares que personaliza al
poblado entero, ahora son dos pares de ojos los que siguen con suma atención su
desplazamiento.
Una vez más y retomando ese hilo interminable de
acontecimientos tan improbables que vuelvan a repetirse a través de los siglos en
algún otro ser humano, estaba allí el hombre a quien incluso antes de su largo
periplo por ese lado del Atlántico, la suerte ya parecía haber señalado su
frente desde su repentina designación por ATROSOL, la empresa a la que
representa, ante una súbita enfermedad del titular del viaje, retando una vez
más con su presencia –acaparadora a todas luces–, a cualquier distribución
equitativa de sucesos contingentes y poniendo en apuros una vez más, al propio automatismo
de los hechos y su lento litigar en el tiempo. Y tal cual es el caso de esos
ojos pardos que lo observan con detenimiento sin saber como responder a sus propias
emociones que hasta ha puesto en consideración dar marcha atrás en su
determinación de mantenerse a distancia de cualquier tipo de influencia capaz
de dislocar un cometido a estas alturas irreconciliable con otro que no sea
transcurrir una ruta tranzada por sus propias convicciones –y oler y sorber ese
sumo emanado de sus propias transacciones emocionales que parece haber logrado
coger el mentón de su voluntad–,: un mar de dudas parecen hermanar ambos
pensamientos, yendo todos a romperse como olas repetitivas y estridentes sobre
un mismo acontecimiento, un mismo acantilado hondo y vacío como el peor de los besos que pueden
dos amantes inculcarse, aquel que acalla los lamentos del mar y los torna en
silente retroceso de aguas en tanto un profundo suspiro de viento inconcluso
que atrae a la niebla, aleja el vuelo rasante de la golondrina.
«La vida es
como la lluvia_ dice casi tan interminable como el propio
aguacero que parece arreciar otros lares cercanos, Mama Ombudia, la más longeva
del pueblo que ha percibido la tristeza con la que Joelenne observa a través de
la ventana_. Comienza entre olores a
fertilidad y sustento del suelo; de la planta; entre brillos de hojas que
resaltan al parpadear del relámpago para luego estremecernos aun desde mucho
antes que el propio retumbar del trueno. Después un caer de aguas interminable
que ronronea en silencio, y otro, y otro más, y algún tronar en la lejanía, ya
sin luz, ya sin agua, ya sin estremecimiento. No es lo mismo vivir que sentir
estar vivos. No es lo mismo salir a empaparnos; que hacerlo en plena huida buscando
la sombra adonde guarecernos. Ser cegados por su luz y contando con los ojos
cerrados dejarnos ganar a propósito por el trueno; que acostumbrarnos a su luz
y a su estruendo y rezongar todo lo que podríamos hacer si no lloviera tanto_
acota la matrona desde ese otro extremo de la habitación en el que junto a
otras seis mujeres da los últimos toques al brindis que habrán de ofrecer a los
visitantes_. La vida como la lluvia pasa
y nada nos dice que el tiempo con sus estaciones indecisas nos traiga esa misma
disposición para el estremecimiento, como la primera vez», concluye finalmente.
Pese a la
indiferencia con la que el azar no hacía más que remover una herida apenas
reciente, y muy a pesar de su instigadora tentación, dispuesta estaba Jo de sobrellevarla
tal y cual otras tantas le había echado en cara la vida, y muy en el fondo –despertada
esa chispa de romanticismo que creía haber desterrado muy temprano en su adolescencia–,
si algo la complacía en el dilema que le tocaba afrontar, era precisamente
aquella inferencia de la cual ella era fiel creyente: si algo grande debía
suceder en la vida de quien lo mereciera, tenía que necesariamente hacer
confluencia entre ambos planos astrales desde el punto de vista de la
espontaneidad, de eso no tenía dudas, lo cual tampoco significaba que sus prioridades
debían ser abdicadas; una meta difícil de suceder que hasta ahora la habían
mantenido marcando distancias con ese algo que colmaba todas sus expectativas y
las propias palabras de Ombudia, pese a lo bien intencionado de su propósito,
no hacían más que reforzar esa inferencia planteada, y cuando por un momento
alguna idea descabellada como la que este encuentro hubiera sido forzado cruzó ilusoriamente
su mente, un rubor inusitado recorrió castigando sus blancas mejillas.
Las seis empunto de la tarde y no habrá en el mundo
mejor ocasión, si el azar hiciera que este mágico momento se planteara
nuevamente en alguna otra latitud, para dar inicio a la jornada más maravillosa
que concierto sinfónico alguno haya experimentado jamás pero haya sido anhelado
con mayor fascinación por sus asistentes. Una vez más las cámaras, los flashes
y las miradas embelesadas emanan un halo de extra sensorialidad en el ambiente
cuando en un aparte de la tarde que se ha manifestado un tanto lluviosa y
ventosa, allí estaba el sol en toda su magnitud, reflejando y titilando sus
bordes movedizos sobre las aguas del Tieté, dispuesto a dar la señal de partida
de una travesía que apenas dando inicio con dos embarcaciones, harían en ese
paulatino agruparse en siete, y las cerca de dos horas de lenta travesía
nocturna del convoy en pleno, la ruta de acceso más parecida al jamás imaginado
portal del edén.
A medida que el sol dejaba atrás sus formas cual si
fuese tragado por un turbulento río que en algún lugar parece haber soportado
toda la furia de la lluvia, una y otra vez las imágenes de los nativos, sus
danzas y sus cantos, parecen pervivir en las empañadas miradas doradas de los
viajeros, con esa espontanea aquiescencia y cordialidad manifiesta en la
pintura que algunos de los viajantes retienen todavía en sus rostros en señal
de agradecimiento. Todos, excepto Eraldo, que en ese lento descender de sol
hacia las entrañas de la noche, y esa saña con la que siente que desde muy
temprano el día parece estar dispuesto a increparle algún diferendo personal,
tiene a un arraigado sentimiento marginal superponiendo sus planos emocionales
a vista y paciencia de un panorama que solo algarabía parece capaz de inspirar
aun entre los parajes menos soleados de ese bello atardecer.
Todavía sin entender del todo el propósito de ese
sentimiento que lo embarga entre sensaciones de culpabilidad y desilusión reprochándose
mutuamente por ir más allá de lo supuestamente permitido; sin querer aceptar y
sacar a contraluz aquellos profundos rasgos de afinidad y deseo escondido de
volver a sentir una cohesión jamás sentida antes, y tanto se empeña en
disfrazar la penumbra: es esa mirada –profunda e inquisidora-, más que el beso esquivo
justo al momento de la despedida del pueblo, la que acentúa su silencio en ese
ámbar profundo con el que el día parece decir adiós al día excepcional. Forzada
por el llamado de la intérprete la ahora más deslumbrante que nunca Jo, debió en
el momento más complicado de su optada lejanía, comparecer al saludo de los
visitantes, y sobretodo a esos ojos que los suyos tanto se resistían a ver y
sin pretenderlo, los dejaba una vez más solos a merced de sus deseos más
escondidos. Todo pareció entonces un retomar de hilos truncados con el amanecer
de ese mismo día. Sus ojos, sus miradas, sus sonrisas y esa sensación de haber
perdido el tiempo en otras latitudes cuando el destino parecía haber hallado
ese moldeado rincón de los ungidos, hasta aquel desdichado canje de mejillas
por labios que a pesar de todo, a ella más le doliera al extremo de pretender
salir tras el grupo que urgido por el tiempo rápidamente se perdía en el
enmarañado verde tras alcanzar la cima de la hondonada.
Aquella sonata Claro de luna con la que el cielo
nuboso y el viento parecen levantar un imaginario telón del escenario con su
nombre bordado entre sus agitados pliegues de seda, es el acicate que espera Eraldo
para hundirse en el más profundo de los teóricos que autor alguno haya
imaginado respecto de su obra cuando, escudriñada esta por algún buscador de
rastros, sea tanta su seguridad en su interpretación, que tentado esté aquel de
cambiar las verdaderas intenciones que inspiraran su creación. Apenas el sol se
ha llevado consigo la última hebra de nostalgia de entre sus escalas de rojo, cuando
hace su aparición Euritmia y un prematuro murmullo de asombro que desata el
espectáculo visual es auto aplacado por otra tan hierática reacción que por un
instante deja los pensamientos de Heraldo en blanco en tanto desde la proa de
la nave en la que se ha quedado solo cual si sus ojos se asieran a los rastros
de ocaso que los demás lograran interpolar a la nueva imagen, descubre a lo
lejos a sus compañeros de viaje siendo invitados a volver a sus ubicaciones desde
la borda.
«No parece
sorprenderles el no tener a Brisa en el escenario»,
se dice casi instintivamente Eraldo mientras con un ademán se deshace del vigía que también
a él lo invita a pasar a la sala. Con tanto en que pensar no se ha percatado lo
que el programa en su bolsillo depara para el segundo acto, un memorable Concierto para
violín en Re Mayor que, con las otras naves ya en posición, seguramente buscará
dar relieve a aquellas cualidades extraordinarias que hicieran de la diva, el delirio
de los pocos asistentes que acudieran el ensayo de aquel día Domingo. Algunas interacciones
sorpresa no precisadas en el programa, entre Euritmia y las otras naves, están
también previstas para esa etapa del viaje.
Es impresionante las rangos emocionales que un espectáculo
netamente auditivo de un género tan particular, trabajado en detalle como el
que apenas se inicia –que es capaz de articular esquemas visuales afines a su
estructura sin perder aplicación en su complexión–, puede despertar en el
auditorio sin ser eclipsado por este; con sus vivaces ornamentos, aun con las
propias medias luces que necesariamente demandan sus múltiples etapas en el
escenario, y fuera de el, desatando entre sus pares receptivos ese todo privativo,
versátil, que transmuta puntos de vista emotivos apenas siendo cambiadas las fichas en ese otro
escenario, táctil e imprevisible: la platea. Tal cual es el revoltijo de sentimientos
que desde esa posición penumbrosa y solitaria en la que se halla Eraldo, aquel
espectáculo de ensueño ocasiona en lo más profundo de sus emociones haciéndole
sentir capaz hasta de hacer suya cada nota con la que la bella melodía parece desprenderse
en candentes aludes desde la escala, y envolverlo todo, y arrullarlo con su
aroma lénido en tanto en el intento por alcanzar la mayor de las autenticidades,
no escatime fervor y revuelva con sus espinas: delirios y heridas apenas
aplacadas por esa sensación de plenitud que no economiza esfuerzos cuando
esparce punzadas entreveradas con sus fragancias.
Al fin ha bebido todo lo que sus poros eran capaces
de absorber desde esa posición en medio de una ligera brisa cuyo frescor coadyuva
al estremecimiento que le hace desviar la mirada al interior del salón, cuando,
un suave aroma que sus sentidos, más que su ahora aletargada memoria que ha empapelado
sus paredes de tonos y semitonos para no ser pasto de la blanca penumbra, lo
hacen detener un instante en su cometido de volver, y virar hacia ese algo que tiran
de sus ojos hasta el rincón más penumbroso de la cubierta desde donde siente el
llamado de lo más intenso de la noche que parece haber replegado a ese aislado escondrijo
algún estrato huidizo de su envolvente complexión. No hay curiosidad en él,
apenas un manso dejarse llevar por ese dócil par piernas que parece ser lo
único en haber heredado la dosis perdida de ánimo de toda una ahora burda estructura
miótica que no tiene voluntad para mas suceso que no sea el que en estos
momentos representa la música.
Solo cuando tiene ante sí a ese par de ojos que al destello
de algún haz de luz perdido en la cristalina de la superficie del río, descubre la
noche, y lo llama casi, casi a punto de romper en lágrimas, es cuando Eraldo logra
ser devuelto a la realidad en tanto se intensa más un aroma que el hacía parte
de su enajenación y por largos minutos lo ha estado acompañando en su paroxismo
melódico, y si bien como el éter, el hecho devuelve a sus moléculas oscilación,
no logra sin embargo recuperarlo hacia las riendas de su voluntad. De algo está
seguro él, sabe que debe dejarse llevar por esas manos ligeramente húmedas que delicadamente
lo han tomado de las muñecas y lo atraen hacia sí hasta no tener otra
alternativa que carear sus bocas en el más sediento de los besos que labio
alguno haya saciado jamás. No hay ímpetu alguno tratando de desfigurar lo más
sutil e ingénito del beso, y cobrarse revanchas que el tiempo con su carestía ha
acopiado, tanto que haya logrado resquebrajar los muros de la ponderación y la
cordura; solo un lento entrelazar de dedos prosiguen a la cálida aleación sus alientos, y un firme intento por devolverse mutuamente los grados de humedad
perdidos por lo más sensible y fiel de sus pieles, en tanto alternan afables intentos
de quedar atrapados entre aquellas ficticias mordeduras labiales mutuas. La música para
ellos, atrapados como se hallan entre las desapercibidas incurias del tiempo,
es ahora fiel acompañante en ese particular viaje que les toca afrontar, lejos
del mundanal tumulto de las luces y de sus espacios ganados a la noche ahora
más entrañable e íntima que nunca…
Por Rodrigo Rodrigo
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