No hay ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente

Brisa - Cap 1 (Abr29) - Vivar Saudade - Dossier 2

Ingreso: 14 de febrero de 2012
BRISA
Sigue Capítulo 1 "4 estaciones" - Estación desamparados - Págs: 24 - 28

A la par de las tendencias actuales de resistencia y reutilización como principio enfático de la oferta, aunque lejano todavía de esa convergencia usufructo-adaptación que exigen los tiempos en un mercado adicto por lo nuevo y lo novedoso, la música popular es una constante hoy en su eterna búsqueda por establecerse en medio de una incesante mutación también de afectos que parecen nunca hallar el pasto adecuado adonde pernoctar por un buen y apacible rato sin que una nueva corriente haga volver sus ojos en otra nueva y acaso breve estadía. 

Aunque nunca con la misma embriaguez y conjunción aglutinadora de aquellos tiempos cenit de la otrora década prodigiosa, sea cual fuere la época vivida y su respectiva variante rítmica en boga, solo el rock –a partir de una suerte de variantes estéticas que se niegan a perder la nutriente de su vena matriz–, parece haber logrado sustentar una identidad firme de la cual echar mano como rúbrica única sin que sea este resentido un ápice por el estilo: como es la secuencia evocativa de los años 70 –con notorios rasgos sicodélicos incorporados como distintivo personal del grupo–, con la cual es acogida la pareja a su arribo a la arena de conciertos de Lago Miguelao, en medio de un intenso lumínico que en el clímax del encantamiento ha acallado a todo sonido consuetudinario excepto a la guitarra y su respectiva estela de platillos. Es cuando aquel tan oportuno “Flor de luna” instalado ya en el punto más encaramado de su solo de guitarras que fluye entre los rostros sudorosos de los espectadores cual si fueran abanicados por el vuelo rasante de algún rey de alturas, sirve de punto de enlace entre un género siempre visto desde ese lado opuesto irreconciliable, como excesivamente adicto a la estridencia y dúctil en demasía a la improvisación en la interpretación, y un Eraldo domiciliado más bien en un mundo sonoro de lunas acrisoladas y ceñidas a los protocolos que garanticen un mínimo de fidelidad; de fases y contra fases en el cual, si bien es el estilo el que –cuando no–, marca la pauta interpretativa, es la idea de la composición su fin supremo. 

Como siempre hasta en los momentos de mayor exaltación, Eraldo se da maña para hacer un alto en el tiempo y dar una lectura cóncava a cada mirada atrapada en la multitud extática, y leer infraganti sus manifestaciones colectivas “de nado sincronizado” como el los denomina. Y aquellos coros de silencio que la noche intensa más con sus reflejos multicolores, de picos y precipicios abruptos suspendidos en aquel armisticio melódico diagramado en los ojos ávidos de saciedad de cada espectador, si bien esta vez menos definidas a la usual usanza suya, como en su mundo formal y riguroso encienden de pronto el mismo espectro de curvaturas labradas que hasta entonces hacía feudo irrestricto de la partitura, descubriendo, aunque esta vez a ojo abierto, –pues así lo decretaba la noche que pone al descubierto espectros insospechados en la escala–, la misma trayectoria exploratoria a la que estuviera tentada de seguir la sonda espacial, cada vez que una nueva nebulosa se atravesara en su infranqueable ruta. 

Una vez más atrapado en el juego de las probabilidades –el cual parece encantarse y explayarse entre las sinuosidades de la noche cuando, como pocas veces, yuxtapone entre sus contadas banquetas individuales colindantes de sus claros, entes abiertamente indóciles apenas gobernados por la luz distintiva de sus restringidos recintos, dependientes a su vez de la parsimonia del tiempo y la siempre inquietante soledad aledaña–: ¿Cual es la probabilidad de que en apenas un par de horas sea el azar nuevamente capaz de lograr, si no cambiar, al menos compilar y ampliar un espectro profundamente arraigado en el gusto musical ad honoren de una persona, como es el que la música clásica provoca en Eraldo, desde la infancia cuando el viejo piano de la tía solterona cobrara vida de forma casi fortuita entre sus tiernos dedos coludidos con sus sentidos precoces hasta entonces cohibidos? Al extremo de ahora salir junto a la culpable de esa mutación blandiendo los brazos y tarareando aquel estilo pausado y de marcadas oscilaciones melódicas con la que la interpretación cierre de la agrupación parece haber tocado el alma de cada fanático y como un eco pervive a los muros del recinto. Como es el caso de las parejas que los antecede, la que los postsede, o aquellas que desde sus flancos con actitudes símiles los invitan a tomarse de la mano casi sin darse cuenta. 

Las dos de la madrugada y rompiendo esta vez todas las probabilidades que se hubieran tejido desde el punto de vista más audaz a su salida de Amanhecer, por fin Eraldo se hallaba ante la puerta de “La cascade”, aquel embadurnado rincón motivo de su viaje a Aracatuba que así, en un arranque de remordimiento formal, borraba de plano cualquier sentimiento ajeno que pudiera haber intentado añadir algún velo de desazón a la experiencia. 

Una estrecha y sinuosa galería los recibiría y guiaría con rumbo al anfiteatro adonde apenas pueden percibirse los grados cadenciosos de ese algo un tanto distorsionado por el lecho acústico, cuya imagen vislumbrada los predispone y encandila, y en medio de una ruta plagada de incitantes obstáculos que en cada atado de pasos, –como los vaivenes de un vals que nunca parece decidido a separar el péndulo del espiral, en cuya vorágine se hallan sumidos los bailantes en tanto debaten la coreografía al fondo sonoro–, quisiera cada quien maridar sus ojos con sus oídos y acoplar aquel lejano cantar “desacomparsado” con aquella secuencia  pictórica apocalíptica, de naturaleza trasgredida y muerta por el hombre que más y más los atrapa cada vez que la propia escena conduce sus miradas hasta el preciso lado opuesto del obscuro callejón adonde la misma mano del artista apurara una cura y un grito de resistencia en una tornasolada secuencia de ribetes fosforados en la que la siempre expresiva y sincera mirada infante, de seños fruncidos  que contrastan con el testimonio del brillo de sus ojos, despiertan y se repiten desde el tono más tenue de la escala que linda con las fronteras del abatimiento, hasta hacer ocupación de los espacios blancos más vitales y empinarse al más intenso del verde en posición de renuencia al ámbar páramo. 

“Esos locos se amanecen…”, le había dicho Joelenne, o simplemente “Jo” –como prefiere que la llamen–, cuando al fin se animara Eraldo a contarle el motivo de su viaje a Aracatuba. 

Más, si una sorpresa adicional podía añadirse a esa escala indehiscente que parecía no tener fin en su vano intento por no dejarle hallar y atar los diámetros correctos de sus hilos, también de colores profundamente conexos, era ese sinnúmero de sonrisas con las cuales parecía ella corresponder a una suerte de saludo interrumpido de varios de los asistentes y anfitriones del arrecovacado local, y lo que es más, aquel “Metamorfosis” clásico de Goethe, declamado y pronunciado en idioma nativo por un hombrecito rubio de ojos pardos que no se afana en ocultar su dejo afrancesado, una vez más –si bien contrastantes, armonizantes a la vez–, los propios pixeles de la noche rendidos ya de tanta emoción desbordante, parecían querer atenuar en almohadillas aquellos picos vehementes que no cesaban de dispararse amerizando una y otra vez cual fuegos artificiales, hastiados y saciados de lumbre y esplendor, en la pequeña fuente delante del escenario adonde desde la nada que una obscuridad muy bien camuflada resguarda, una pequeña cascada vierte sus trazas espumosas antes de devolver sus mansas aguas sorbidas al pequeño estanque en tanto una sutil melodía en clavicordio envuelve y amansa el estridente choque de aguas furiosas –como copos de nieve, entre reflejos de colores también satisfechos. 

Una alarma casi imperceptible perdida entre las cobijas desordenadas sobre la cama y un despertar sobresaltado y confuso por los matizados distintos con los cuales los recibe la mañana son los ángulos de la instantánea que grafica el momento. Ella que delicadamente aleja su sien del hombro aledaño y abrumada por su espeso y suave pelamen se envuelve en su propio nido dejando apenas a la intemperie un claro pálido en su hombro. El, aunque hubiese querido hacerlo en su frente y descender dañando dulcemente con su aliento cada milímetro que lo separara de la recompensa de sus labios, con la pausa que le concede el último deseo, besa ese hombro blanco –lo poco que queda de aquellos copos fosforescentes de la noche que todavía repican en cada parapadear de sus ojos–, sin que alguna interpretación no deseada rompa la poca magia que parece aferrarse a los claros iniciales del día en la habitación. 

Ella diluyendo un suspiro en ese nuevo acomodar entre las sábanas de su cálido cuerpo ya liberado, a sabiendas de que en aquella arista común no tocada por ambos de su todo compartido acerca de su estadía en Amanhecer –aun cuando nunca arrepentida–, estaba ese cerrar de puertas que tanto temía. El queriendo “despertarla” y atraerla nuevamente hacia su hombro todavía tibio, pero, intimidado por ese albur con el que se han suscitado los acontecimientos, se abstiene y sigue tras un breve aseo y una mirada silenciosa. 

El viaje de retorno a Amanhecer no está marcado más por la satisfacción y el embeleso de una exuberante noche desierta que hubiese esperado también sentir Eraldo en ese inicio de día que apenas comienza a acomodar sus gradientes a la nueva escala lumínica. Sin embargo junto a la hora de la mañana que corre, quizás tratando de esconder aquel desconcierto ocasionado por una despedida inesperada a la esplendidez vivida –esta vez desde ángulos más íntimos–, todo parece conjurar cuando se agitan y reavivan aquellos sentimientos algo dormidos de amparo y reconsideración por la pequeña Brisa. El tan esperado –y temido a la vez– tercer día de cumbre, víspera de la partida, llegaba así entre estridentes tañidos de nostalgia tan prematuros que ya saben y suenan a destierro en medio de un discurso de clausura emotivo que sólo palabras de euforia y optimismo habrían de hacer llover entre tanto ambiente festivo; hasta aquella transmutación en no menos estruendosos aplausos y una ola de melancolía que se abstenga y prefiera enmudecer en medio de aquel bosque de rostros risueños, esta vez aparentemente sin motivo de réplica en el suyo. 

Una vieja casona que tan pronto como se hace notar desde unos cincuenta metros previos y tan pronto como es alcanzada, es dejada atrás, le hace recordar el último tramo de la más trajinada de las noches que ha tenido en su vida, despertando una leve sonrisa en su rostro que hasta logra encender sus pupilas por un instante, quedando la imagen estática satisfaciendo como una postal, aquel albur de protección que aun desde la más vaporosa de las distancias, remansan su alma. Una señora que resultó no siendo su madre y con el seño fruncido refunfuña porque pese a la hora tuviera que volver a salir Jo, y aquel par de hombres que tras mirar con desconfianza a Eraldo, se ofrecen a acompañarla hasta que ella debe enseriarse para tranquilizarlos en tanto, en una lengua que no entiende, y ella después traduce, le dicen “buen hombre ella mujer buena”. 

«¡Que estoy haciendo...!_ exclama de pronto Eraldo como despertado repentinamente de un sueño profundo mientras da una mirada al interior del bus cual si quisiese resembrar discreción en un ambiente que felizmente por la hora todavía anticipada al atesto que se prevé cercano ya al inicio de la ceremonia de clausura, se halla casi vacío. Y despliega su mirada hasta la ventana posterior como tratando de retomar un hilo perdido, esta vez por estropicio, y a partir de ese halo de melancolía que nítidamente pervive entre los rasgos difusos de vapor invisible que tanto se empeñan en bosquejar aquel rostro de mirada des acorazada e inmune a la vez que apenas puede imaginar bajo ese sedoso torbellino de pelo, retomar también aquellas trazas de afinidad tan pocas veces convincente en su vida, la cual, ahora parece ahondar medidas tras su salida accidentada de la habitación, más no hay lugar ya para otra determinación que no sea seguir_, al menos por ahora», se dice tratando de menguar el peso que lo oprime. 

Apenas a unas horas del esperado concierto de clausura, esta vez, difiriendo marcos y lumbres con los días previos, el halo de nostalgia proyecta esta vez su sombra en el vértice más soleado de aquel 25 de septiembre. En medio del remanso plateado de un río cuya imagen superpone su silueta entre los amplios cristales del recinto sede azuzada por la claridad reinante y el ángulo inclinado de la mañana, la visión de Goethe parece cobrar vida disturbando con su reflejo los más cálidos recuerdos de una noche acaecida entre pulpas azucaradas, distintas en intensidad, de sabores también distintos, pero de corazones y de semillas tan idénticas que sin embargo al rayar del día –sin que una pizca de borrasca amenazara el blanco radiante de sus escasas nubes–, hubieron de esconder sus guías que tan auspiciosas asomaban entre las trémulas membranas de sus albúmenes en la ruta de aquel hilo vegetativo ascendente que apenas ansiaba la certeza que inspira el sortilegio de la humedad reinante, para henchirse despreocupada ante el ímpetu del sol. 

Y el panorama propicio sigue su curso, si bien nuevo como los 28 años de aquel rostro que apabulla y restriega su mente, extendiendo esta vez lienzos con la destreza de una mano muy bien templada, y superponiendo lustres en tanto desata silenciosas y coloridas bombardas en la nueva superficie acuosa, ahora en fondo negro. Y los ángulos desnudos de aquel lago Miguelao que si alguna vez hiciera honor a la alusión rústica de su seudónimo –atenuada ya por la pulcritud, la armonía, y por aquella ansia de protección que inspira su imagen en cada mirada embobada que necesariamente habrá de hechizar también al recién llegado–, retoman posesión de su mente, en especial, los aproximadamente cien metros que separan la puerta de acceso de la playa de conciertos, en el vértice obtuso de aquel delta acuífero de ensueño agregado que lejos de artificiarlo se adhiere a su todo natural, combinando y fusionando sus colores al plateado sobre los cristales. Y tal y como a manera de acicate fuera fielmente descrita por Jo en tanto caminaban las pocas cuadras que separan desde la estación al recinto natural acuoso, las notas musicales parecían literalmente “…cobrar imagen y rebotar o ser tragado por sus tranquilas aguas…”, en ese espectáculo visual fastuoso cuya fuente, esta vez en tamaño natural, en su afán de sobrecoger, pretendíase alegórica  casi, casi queriendo competir con alguna réplica ficticia tridimensional cuando ondula y titila como un insaciable castillo de fuegos artificiales. 

Seis son los grupos que luego de una travesía en convoy bifurcarán sus destinos en pos de un número similar de pueblos nativos que, en la medida que el tiempo lo permita, habrán de alternar rutas hasta el ocaso del día, a cuya jornada de regreso se les unirá Euritmia en ese memorable concierto cuya evocación entre oleadas de entusiasmo y sentido del deber, devuelven algo los tonos de color perdidos por el rostro de Eraldo quien desglosa con reticencias aquellas horas de disloque emocional íntimo de una horizontalidad con la que hasta ahora había manejado su estadía en tierras brasileñas, aunque muy en el fondo supiera, cuan lejano estaba de desechar tanta conjunción manifiesta –en toda su madurez y capacidad de adherencia–, en apenas el tiempo que le cuesta al ser humano tender a atar nudos entre un capítulo y otro de sus cada vez más "apausadas" vigilias, y hacerlo danzando junto a un enajenamiento tan discriminador como su esencia atosigada de solitariedad y suspicacia, era poco probable para una noche que todo lo invisibiliza, dejar que algo así suceda adrede dos veces sin que su prestigio todo se vea resentido en caso este se diluyera en la nada, o tan solo pretendiera hacerlo... 


Ingreso: 29 de abril de 2012

Al borde del paraíso
"Brisa" - Capítulo 1: "4 estaciones" - Estación desamparados - Págs: 29 - 35


Un ánimo excesivo de integración que la sola denominación de la travesía despierta ya en el subconsciente de las gentes, ha hecho de las listas de pasajeros que abordarán cada nave, un caos inicial que el paroxismo vivido ante la gran expectativa generada por el viaje, los hace tomar con buen ánimo. Será el azar y algunos datos de los perfiles personales almacenados en el sistema de los organizadores los que determinarán en cual embarcación habrán de hacer el recorrido, algo que a más de uno –entre ellos Eraldo–, apartará de algunas amistades logradas durante los días de conferencia y bien pudieran haber servido para dar otra tónica al viaje ahora que se halla distante por los eventos acaecidos en los pocos días de estadía en Aracatuba –en especial el último–, aunque, eso en vez de perturbarlo parece satisfacerlo pues, precisamente un día como hoy preferiría un espacio íntimo para dar rienda suelta a sus abstracciones. 

Aún cuando todavía embargado por los recuerdos de la copiosa noche reciente, ya en plena travesía, los paisajes que alternan sus picos de intensidad emotiva en cada metro que gana el convoy recobran protagonismo en su ánimo y pronto toman propiedad de la situación en esa contagiante vorágine de murmullos y flashes que se desatan en cubierta. Aun cuando los ilusos y espontáneos dijeran lo contrario en un ánimo de elucidar sus propias conjeturas, esta vez la hipótesis no ha sido planteada total y libremente por el libre albedrío del azar y su siempre expectante albur, sin embargo se diría que, pese a la intervención calculada y exenta de un mínimo de intuición humana de la información almacenada en un frío e inerte disco, alguna mano titiretera ha templado sus hilos sobre ese eje sideral caprichoso erigido en torno a Eraldo cuando, no solo es la nave, sino la propia mesa asignada para el refrigerio de viaje y los momentos de tertulia que pueda deparar parte de la travesía, la que parece destinada a confrontar de una vez por todas un escenario apenas planteado por la improbabilidad desde su arribo a Amanhecer. 

Allí, entre las cerca de sesenta personas que conforman el grupo de viaje en la nave “Compassa”,  en la mesa de seis personas adonde deberá detener inevitablemente sus pasos de pronto vacilantes –felizmente y curiosamente ocupada también por la pareja de ancianos que le cedieran su paraguas ese primer día de aguaceros–; no puede creer lo que sus ojos ven. Con sendos helados de cremosos picos sobrepasando la propia altura de sus cabezas, escena ahondada por alguna excesiva hondura de sus asientos, tiene ante sí nada menos que a las dos pequeñas  niñas cuyos rostros difíciles de olvidar desde que nítidamente fueran auscultados  en su segunda travesía por las inexploradas rutas del sueño y de la noche, traen inevitablemente a colación la figura de Brisa, la madre,  cuyo solo recuerdo apoca aún más el ritmo de sus pasos haciendo de ese instante largo y penumbroso, un escalofrío que lo toma mal parado, y un mirar hacia todos lados esperando en cada cerrar de ojos forzado, un despertar que evite darse de bruces con lo menos planificado que tenía para la tarde; aunque, repentinamente consciente como es de todos los preparativos que habrá de deparar un concierto tan sui generis como el que sin temor a yerros podría decirse es más esperado que la propia excursión, recapacita y retoma el control de tan inesperada situación ayudado por una imaginada esplendidez de una nave tan especial como “Euritmia” cuyo acondicionamiento no solo acústico sino ornamental, a esta alturas tendría que estar necesariamente en pleno ajetreo final. 

Es interminable la distancia que todavía debe recorrer hasta donde la mesa parece resaltar entre las demás enfocada por un haz de luz que la situación intensa más, pero las señas con las que desde los aproximadamente 10 metros que aún lo separan del acrílico la dama japonesa que lo ha reconocido pretende llamar su atención –es la única silla en la amplia sala que aún falta ocupar–, devuelven elasticidad a sus músculos y agrega una dosis de serenidad a su estado todavía alterado. Es imposible no vislumbrar en esos dos pares de ojos pequeños, como cuatro fichas de ópalo apenas empequeñecidos por la distancia de un fondo de espejo en el cual parecen reflejados, a los de su madre, incluida su mirada con esos alargados rabillos de ojo emulando una sonrisa interminable; y mientras la propia escena panorámica toda coadyuva en la recuperación del control de sus emociones auxiliado transversalmente por las preguntas inquisidoras de ambas niñas y sus reticencias a los pedidos de moderación de parte del padre llevándolo a escenas propias de su hogar: una leve sensación que no alcanza a reconocer le hace sentir una comodidad en el lado de la mesa que nunca hubiera imaginado sintiera de haber sabido que tal situación planteara como acto premeditado y admisible, menos que comenzara a disfrutarla de la forma que lo hacía ahora. 

Con tanta agua alrededor que ha despertado la destreza dormida de no pocos aficionados a la pesca que se animan a intentar suerte, es inevitable que el tema de conversación no gire en torno de los ríos, de la belleza y la fertilidad que desborda e irremediablemente hace imaginar y añorar esa misma ilusión perdida en otras latitudes entre las cuales, muy a su pesar, no puede Eraldo evitar el rubor que necesariamente invade su rostro cuando toca esta vez referirse a los ríos de su tierra y a la contaminación persistente aun en los años del ecologismo como estilo de vida que parece asentarse en todo el orbe y que solo una ausencia de determinación de sus autoridades ha logrado prorrogar acosado por dos de sus más temidos fantasmas: por un lado aquella especie de aureola de jerarquía e inmunidad que siempre hace acápite sobrentendido la palabra inversión –casi, casi comparable a un sumo acto de filantropía al cual solo cabría agradecer con reverencias y homenajes olvidando el fundamental y proporcional papel del rédito –, y por otro, aquel enloquecedor temor a la impopularidad que siempre trae consigo toda medida drástica para con los males y usanzas distorsionadas por una ausencia de deslinde entre las definiciones de bien propio y bien común, y del derecho y el deber, así como una mal entendida lenidad y tolerancia. 

Brasil no es la panacea en cuanto al problema de la contaminación, sin embargo la toma de conciencia deja de ser un acto eminentemente reflexivo cuando un matiz emocional desnuda cierto grado de fruición emulativa en el pueblo y conflagra en cometido, a cuya presión argumentada, no hay convenio ni plazo que se instale a conformidad en el subconsciente de las gentes. Y todo ello tiene como base de apoyo y salvaguardia aquel majestuoso Tieté que ahora parece conduciros con dirección del paraíso, al haber desatado entre otras orillas de río aledaños azotados por la polución doméstica e industrial, pasos decididos de franco avance en su búsqueda por recuperarlos también para la fauna y la flora acuática, sin mencionar toda la batiente contemplativa y de circunspección que es capaz de desatar en un pueblo, tanta belleza y aroma a plenitud restaurada. 

El grave tañido de bocinas que anuncia la llegada a puerto de las primeras naves hacen salir a todos a cubierta desatando una ola de saludos y despedidas entre quienes logran avistarse en medio del tumulto, a cuya oleada se suman también las niñas una de las cuales termina en brazos de Eraldo a pedido de Edson, su padre, quien sostiene a la otra. 

Ya inmersa en la densa vegetación que opaca la visibilidad nada puede describir el momento que vive la caravana que parece ser devorada por la vegetación dejando apenas un imperceptible rastro entre los espesos follajes de las bromelias, araucarias y bambúes cuyos impetuosos brotes parecen conspirar en la desaparición de la trocha. Con apenas tres o cuatro metros de ancho que por ratos se abre en claros y otras se estrecha al extremo de tener que hacer verdaderamente una fila india, el camino se torna agotador por lo empinado de sus subibajas y el pasto crecido del sendero muy a pesar de lo bien fortificado de su suelo por una especie de gras en alto relieve que de seguro hará mas seguro el desplazamiento del grupo en caso un aguacero imprevisto perturbe el hasta entonces calmado y oreado trajín, aunque, aquel lejano estruendo que despierta las especulaciones entre los caminantes los haga instintivamente cerciorarse de la presencia de sus paraguas y sobretodos. 

«Es raro no cruzarse con alguien en el camino sabido como es que los nativos son gente dedicada al comercio de sus productos agrícolas y de artesanía», dice Aoki, la risueña señora que desde el desembarco ha desplegado su vistoso paraguas floreado agobiada por el sol que a ratos arrecia.
«No, no, estos que vamos a visitar están solo sometidos a un régimen de semi-protección en las riberas de las posas de Iguaranamí. Ellos se dedican a la crianza de peces para el consumo humano, en suma, más agua cristalina para los ojos», responde sonriente Irotaka, el marido, al parecer revelando un código que solo ellos conocen y los hace sonreír. 

Y la respuesta aparece pronto cuando la ruta, si bien hasta entonces con una tendencia ligeramente plana, se torna de pronto en cima desde donde entre brisas refrescantes que no solo abanican sus rostros abochornados, sino sus propios ojos luego de tanta llanura, tienen al fin el panorama entero a sus pies con que extasiarse de tanta belleza natural –cual si estuvieran a la cima del propio Edén–, pudiendo divisar todo un paisaje auténticamente aldeano tal y cual lo describiría algún libro o película de tinte añejo, con sus chozas de paja y madera entretejidas emanando sus humos desde sus chimeneas incorporadas como prueba fehaciente de la innovación a la par de las dos turbinas eólicas al otro lado de la colina denotando ese lado de la modernidad tan abrupto al ojo sensible, aunque no necesariamente para los otros sentidos de cuyo beneficio primordial aun el más pretérito tradicionalista estaría tentado a nunca desaprovechar, aunque solo sea como en este caso, para dotar de medios básicos de consumo a un pueblo cuya voluntad propia se ve reflejada en esa mirada un tanto anacrónica para los tiempos, pero con un profundo sentimiento de comodidad y armonía con la naturaleza que aun en el contraste se irradia desde el orden y la simetría de sus callejuelas. 

«Ojalá hubiésemos arribado por la mañana, esto debe ser maravilloso bajo la incidencia inclinada de los primeros rayos del sol», dice Eraldo verdaderamente fascinado de ver las grandes pozas cristalinas las cuales no parecen haber sido tocadas un mínimo en la adecuación de las granjas al cariz de sus formas y dimensiones; apenas un par de compuertas en cada una de ellas y otro de embarcaderos para la cosecha; todo lo demás, aun la propia hierba que parece alfombrar sus linderos parece impretender desencajar del denso paisaje que lo rodea. 

 Tan embaucado está Eraldo por la magia que el lugar y su vegetación expelen –como lo hace la flor al colibrí que una y otra vez vuelve a la misma corola acaso hechizado por el aroma y el color más que por el propio néctar ya extinguido–, que no se ha percatado que el grupo forma ya filas para el breve recorrido previo a la presentación dancística preparada por los nativos, quienes, aun cuando esporádicas, tienen muy en claro en este tipo de visitas el concepto de mercadeo con miras a la comercialización de su producto. Una vez consciente de su retraso se apresta a unirse a la partida, más no puede evitar encontrarse con ese par de ojos que lo ha estado observando con suma diligencia y a la distancia parece sonreírle. 

«Vaya lo amistosos que son estos nativos que le hacen a uno despertar un sentimiento de familiaridad y confianza», se dice mientras se une al grupo que inicia el recorrido en los alrededores acompañados por una intérprete que se esfuerza por no dejar fuera de escena a un movedizo y robusto hombrecillo que enfrascado en una especie de Portugués y algún dialecto nativo da forma junto a otros aldeanos a su labor de pesca en el área de ejemplares listos para el consumo humano. 

La nube de peces entre salmones dorados, piaparas, trairas, tilapias y otros ejemplares gigantes ocupan despreocupados la atención de Eraldo, cuando de pronto, como tocado por la arista de un gélido cubo de hielo, un impulso repentino lo hace volverse hacia el lugar adonde el de la mirada persistente y risueña minutos antes le hicieran apenas asentir con delicadeza sin mayor importancia que la que merece toda cortesía, más el hombre ya no está allí. No muy lejos de allí sin embargo, desde una ventana en la segunda planta de la única cabaña hecha toda en madera aunque sin alterar en nada el estilo aun del propio techo de aguas circulares que personaliza al poblado entero, ahora son dos pares de ojos los que siguen con suma atención su desplazamiento. 

Una vez más y retomando ese hilo interminable de acontecimientos tan improbables que vuelvan a repetirse a través de los siglos en algún otro ser humano, estaba allí el hombre a quien incluso antes de su largo periplo por ese lado del Atlántico, la suerte ya parecía haber señalado su frente desde su repentina designación por ATROSOL, la empresa a la que representa, ante una súbita enfermedad del titular del viaje, retando una vez más con su presencia –acaparadora a todas luces–, a cualquier distribución equitativa de sucesos contingentes y poniendo en apuros una vez más, al propio automatismo de los hechos y su lento litigar en el tiempo. Y tal cual es el caso de esos ojos pardos que lo observan con detenimiento sin saber como responder a sus propias emociones que hasta ha puesto en consideración dar marcha atrás en su determinación de mantenerse a distancia de cualquier tipo de influencia capaz de dislocar un cometido a estas alturas irreconciliable con otro que no sea transcurrir una ruta tranzada por sus propias convicciones –y oler y sorber ese sumo emanado de sus propias transacciones emocionales que parece haber logrado coger el mentón de su voluntad–,: un mar de dudas parecen hermanar ambos pensamientos, yendo todos a romperse como olas repetitivas y estridentes sobre un mismo acontecimiento, un mismo acantilado hondo  y vacío como el peor de los besos que pueden dos amantes inculcarse, aquel que acalla los lamentos del mar y los torna en silente retroceso de aguas en tanto un profundo suspiro de viento inconcluso que atrae a la niebla, aleja el vuelo rasante de la golondrina. 

«La vida es como la lluvia_ dice casi tan interminable como el propio aguacero que parece arreciar otros lares cercanos, Mama Ombudia, la más longeva del pueblo que ha percibido la tristeza con la que Joelenne observa a través de la ventana_. Comienza entre olores a fertilidad y sustento del suelo; de la planta; entre brillos de hojas que resaltan al parpadear del relámpago para luego estremecernos aun desde mucho antes que el propio retumbar del trueno. Después un caer de aguas interminable que ronronea en silencio, y otro, y otro más, y algún tronar en la lejanía, ya sin luz, ya sin agua, ya sin estremecimiento. No es lo mismo vivir que sentir estar vivos. No es lo mismo salir a empaparnos; que hacerlo en plena huida buscando la sombra adonde guarecernos. Ser cegados por su luz y contando con los ojos cerrados dejarnos ganar a propósito por el trueno; que acostumbrarnos a su luz y a su estruendo y rezongar todo lo que podríamos hacer si no lloviera tanto_ acota la matrona desde ese otro extremo de la habitación en el que junto a otras seis mujeres da los últimos toques al brindis que habrán de ofrecer a los visitantes_. La vida como la lluvia pasa y nada nos dice que el tiempo con sus estaciones indecisas nos traiga esa misma disposición para el estremecimiento, como la primera vez», concluye finalmente. 

 Pese a la indiferencia con la que el azar no hacía más que remover una herida apenas reciente, y muy a pesar de su instigadora tentación, dispuesta estaba Jo de sobrellevarla tal y cual otras tantas le había echado en cara la vida, y muy en el fondo –despertada esa chispa de romanticismo que creía haber desterrado muy temprano en su adolescencia–, si algo la complacía en el dilema que le tocaba afrontar, era precisamente aquella inferencia de la cual ella era fiel creyente: si algo grande debía suceder en la vida de quien lo mereciera, tenía que necesariamente hacer confluencia entre ambos planos astrales desde el punto de vista de la espontaneidad, de eso no tenía dudas, lo cual tampoco significaba que sus prioridades debían ser abdicadas; una meta difícil de suceder que hasta ahora la habían mantenido marcando distancias con ese algo que colmaba todas sus expectativas y las propias palabras de Ombudia, pese a lo bien intencionado de su propósito, no hacían más que reforzar esa inferencia planteada, y cuando por un momento alguna idea descabellada como la que este encuentro hubiera sido forzado cruzó ilusoriamente su mente, un rubor inusitado recorrió castigando sus blancas mejillas. 

Las seis empunto de la tarde y no habrá en el mundo mejor ocasión, si el azar hiciera que este mágico momento se planteara nuevamente en alguna otra latitud, para dar inicio a la jornada más maravillosa que concierto sinfónico alguno haya experimentado jamás pero haya sido anhelado con mayor fascinación por sus asistentes. Una vez más las cámaras, los flashes y las miradas embelesadas emanan un halo de extra sensorialidad en el ambiente cuando en un aparte de la tarde que se ha manifestado un tanto lluviosa y ventosa, allí estaba el sol en toda su magnitud, reflejando y titilando sus bordes movedizos sobre las aguas del Tieté, dispuesto a dar la señal de partida de una travesía que apenas dando inicio con dos embarcaciones, harían en ese paulatino agruparse en siete, y las cerca de dos horas de lenta travesía nocturna del convoy en pleno, la ruta de acceso más parecida al jamás imaginado portal del edén. 

A medida que el sol dejaba atrás sus formas cual si fuese tragado por un turbulento río que en algún lugar parece haber soportado toda la furia de la lluvia, una y otra vez las imágenes de los nativos, sus danzas y sus cantos, parecen pervivir en las empañadas miradas doradas de los viajeros, con esa espontanea aquiescencia y cordialidad manifiesta en la pintura que algunos de los viajantes retienen todavía en sus rostros en señal de agradecimiento. Todos, excepto Eraldo, que en ese lento descender de sol hacia las entrañas de la noche, y esa saña con la que siente que desde muy temprano el día parece estar dispuesto a increparle algún diferendo personal, tiene a un arraigado sentimiento marginal superponiendo sus planos emocionales a vista y paciencia de un panorama que solo algarabía parece capaz de inspirar aun entre los parajes menos soleados de ese bello atardecer. 

Todavía sin entender del todo el propósito de ese sentimiento que lo embarga entre sensaciones de culpabilidad y desilusión reprochándose mutuamente por ir más allá de lo supuestamente permitido; sin querer aceptar y sacar a contraluz aquellos profundos rasgos de afinidad y deseo escondido de volver a sentir una cohesión jamás sentida antes, y tanto se empeña en disfrazar la penumbra: es esa mirada –profunda e inquisidora-, más que el beso esquivo justo al momento de la despedida del pueblo, la que acentúa su silencio en ese ámbar profundo con el que el día parece decir adiós al día excepcional. Forzada por el llamado de la intérprete la ahora más deslumbrante que nunca Jo, debió en el momento más complicado de su optada lejanía, comparecer al saludo de los visitantes, y sobretodo a esos ojos que los suyos tanto se resistían a ver y sin pretenderlo, los dejaba una vez más solos a merced de sus deseos más escondidos. Todo pareció entonces un retomar de hilos truncados con el amanecer de ese mismo día. Sus ojos, sus miradas, sus sonrisas y esa sensación de haber perdido el tiempo en otras latitudes cuando el destino parecía haber hallado ese moldeado rincón de los ungidos, hasta aquel desdichado canje de mejillas por labios que a pesar de todo, a ella más le doliera al extremo de pretender salir tras el grupo que urgido por el tiempo rápidamente se perdía en el enmarañado verde tras alcanzar la cima de la hondonada. 

Aquella sonata Claro de luna con la que el cielo nuboso y el viento parecen levantar un imaginario telón del escenario con su nombre bordado entre sus agitados pliegues de seda, es el acicate que espera Eraldo para hundirse en el más profundo de los teóricos que autor alguno haya imaginado respecto de su obra cuando, escudriñada esta por algún buscador de rastros, sea tanta su seguridad en su interpretación, que tentado esté aquel de cambiar las verdaderas intenciones que inspiraran su creación. Apenas el sol se ha llevado consigo la última hebra de nostalgia de entre sus escalas de rojo, cuando hace su aparición Euritmia y un prematuro murmullo de asombro que desata el espectáculo visual es auto aplacado por otra tan hierática reacción que por un instante deja los pensamientos de Heraldo en blanco en tanto desde la proa de la nave en la que se ha quedado solo cual si sus ojos se asieran a los rastros de ocaso que los demás lograran interpolar a la nueva imagen, descubre a lo lejos a sus compañeros de viaje siendo invitados a volver a sus ubicaciones desde la borda. 

«No parece sorprenderles el no tener a Brisa en el escenario», se dice casi instintivamente Eraldo mientras con un ademán se deshace del vigía que también a él lo invita a pasar a la sala. Con tanto en que pensar no se ha percatado lo que el programa en su bolsillo depara para el segundo acto, un memorable Concierto para violín en Re Mayor que, con las otras naves ya en posición, seguramente buscará dar relieve a aquellas cualidades extraordinarias que hicieran de la diva, el delirio de los pocos asistentes que acudieran el ensayo de aquel día Domingo. Algunas interacciones sorpresa no precisadas en el programa, entre Euritmia y las otras naves, están también previstas para esa etapa del viaje. 

Es impresionante las rangos emocionales que un espectáculo netamente auditivo de un género tan particular, trabajado en detalle como el que apenas se inicia –que es capaz de articular esquemas visuales afines a su estructura sin perder aplicación en su complexión–, puede despertar en el auditorio sin ser eclipsado por este; con sus vivaces ornamentos, aun con las propias medias luces que necesariamente demandan sus múltiples etapas en el escenario, y fuera de el, desatando entre sus pares receptivos ese todo privativo, versátil, que transmuta puntos de vista emotivos apenas siendo cambiadas las fichas en ese otro escenario, táctil e imprevisible: la platea. Tal cual es el revoltijo de sentimientos que desde esa posición penumbrosa y solitaria en la que se halla Eraldo, aquel espectáculo de ensueño ocasiona en lo más profundo de sus emociones haciéndole sentir capaz hasta de hacer suya cada nota con la que la bella melodía parece desprenderse en candentes aludes desde la escala, y envolverlo todo, y arrullarlo con su aroma lénido en tanto en el intento por alcanzar la mayor de las autenticidades, no escatime fervor y revuelva con sus espinas: delirios y heridas apenas aplacadas por esa sensación de plenitud que no economiza esfuerzos cuando esparce punzadas entreveradas con sus fragancias. 

Al fin ha bebido todo lo que sus poros eran capaces de absorber desde esa posición en medio de una ligera brisa cuyo frescor coadyuva al estremecimiento que le hace desviar la mirada al interior del salón, cuando, un suave aroma que sus sentidos, más que su ahora aletargada memoria que ha empapelado sus paredes de tonos y semitonos para no ser pasto de la blanca penumbra, lo hacen detener un instante en su cometido de volver, y virar hacia ese algo que tiran de sus ojos hasta el rincón más penumbroso de la cubierta desde donde siente el llamado de lo más intenso de la noche que parece haber replegado a ese aislado escondrijo algún estrato huidizo de su envolvente complexión. No hay curiosidad en él, apenas un manso dejarse llevar por ese dócil par piernas que parece ser lo único en haber heredado la dosis perdida de ánimo de toda una ahora burda estructura miótica que no tiene voluntad para mas suceso que no sea el que en estos momentos representa la música. 

Solo cuando tiene ante sí a ese par de ojos que al destello de algún haz de luz perdido en la cristalina de la superficie del río, descubre la noche, y lo llama casi, casi a punto de romper en lágrimas, es cuando Eraldo logra ser devuelto a la realidad en tanto se intensa más un aroma que el hacía parte de su enajenación y por largos minutos lo ha estado acompañando en su paroxismo melódico, y si bien como el éter, el hecho devuelve a sus moléculas oscilación, no logra sin embargo recuperarlo hacia las riendas de su voluntad. De algo está seguro él, sabe que debe dejarse llevar por esas manos ligeramente húmedas que delicadamente lo han tomado de las muñecas y lo atraen hacia sí hasta no tener otra alternativa que carear sus bocas en el más sediento de los besos que labio alguno haya saciado jamás. No hay ímpetu alguno tratando de desfigurar lo más sutil e ingénito del beso, y cobrarse revanchas que el tiempo con su carestía ha acopiado, tanto que haya logrado resquebrajar los muros de la ponderación y la cordura; solo un lento entrelazar de dedos prosiguen a la cálida aleación sus alientos, y un firme intento por devolverse mutuamente los grados de humedad perdidos por lo más sensible y fiel de sus pieles, en tanto alternan afables intentos de quedar atrapados entre aquellas ficticias mordeduras labiales mutuas. La música para ellos, atrapados como se hallan entre las desapercibidas incurias del tiempo, es ahora fiel acompañante en ese particular viaje que les toca afrontar, lejos del mundanal tumulto de las luces y de sus espacios ganados a la noche ahora más entrañable e íntima que nunca…


Por Rodrigo Rodrigo

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