No hay ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente

Vivar Saudade - Capítulo 2 - Págs. 43 al 54

Ingreso: Agosto 14 de 2011 
Confesiones

Es el último domingo de otoño en la gran ciudad y cual si quisiera demarcar latitudes no solo temporáneas con la estación venidera, sino de abierta discrepancia climática y aun de disonancia lumínica y térmica, el sol, para entonces ido ya completamente luego de algunas semanas de opaca intensidad, dejóse avistar de repente desde muy temprano extendiendo su manto de tibieza y nitidez, así, desde una posición de salida con notoria tendencia nororiental tras las altas cumbres serranas tan poco usual de ser avistada en la temporada, que si bien extendía más de lo debido las sombras de las viviendas sobre las calles logrando añadirle algún grado adicional de penumbra a su ya opaca resonancia lumínica: inundando sin embargo con su dosis de contraste estados anímicos para entonces ya amoldados a un frío que comenzaba a asentarse en todo el llano costero apenas dejada atrás la delgada franja seudo tropical que en forma de pequeño invernadero, la humedad traída desde el litoral por los vientos costeros y el sol con sus restos de intensidad andinos todavía sin ajustar, han instalado entre las riberas limítrofes de ambas regiones antagónicas separando nítidamente sus últimos metros de discordancia calórica en forma de verdor y fecundo inagotables. 

Y como era de esperarse los parques y los jardines para entonces ganados por una extrema nubosidad y notorios grados menguados de temperatura, se vieron de pronto copados de familias enteras tratando de extraerle los últimos vestigios de calor a la temporada reduciendo grandemente los desplazamientos de fin de semana hasta los usuales sitios cálidos de las afueras de la ciudad. En las zonas más céntricas, si bien raleadas por una “hogareñeidad” tan usual de fin de semana, es donde más se deja sentir el contraste creado entre la tibieza del repentino día de sol y la enormidad de sus ribetes oblicuos de sus calles. Más colmados que nunca, los cánticos alusivos a los niños acarreados desde los centros comerciales por los vientos tempraneros dejan oír sus agudas réplicas en coro hasta sus calles más apartadas que indiferentes cual andrajos de desdén imperecedero, flamean sus últimos retazos de anuncios electorales entre sus postes de alumbrado que aunque solo sea por espacios finitos, han democratizado por igual suburbios y barrios residenciales con su desorden inundando de anodinas sonrisas largos trechos de casi toda avenida destinada al transporte público –tan próximos unos de otros que si alguna pizca de creatividad hubiera iluminado entonces a sus de seguro bien estipendiados agentes de publicidad, una nueva tendencia en imágenes animadas callejeras hubiese servido para innovar aquella tan añorada y dispendiosa época eleccionaria con tanta disposición mental para el implante de imágenes substitutas complementarias al azuzo visual de la pantalla, en especial entre los usuarios del transporte público y sus diarios itinerarios esta vez privados de sus arboledales y otras bellezas de vereda y plaza de sus ensimismadas miradas. 
“…nada como poner en blanco un final de arduo laboreo cuando el último acorde de la presentación, si bien incitaba a un común y corriente pasar de partituras con vistas a un presumible estribillo final, exigía sin embargo el disfrute que todo objeto individual cuando concluso, merece desde ese propio análisis e interpretación íntimo que solo el estándar trasluce en su real dimensión; desde un apenas levantar a media asta del puño inconclusamente cerrado en su corona tan sobrio cuando imputado, hasta aquel estruendoso como inesperado bajar de miradas cáustico que desubique al apenas sempiterno cazador de imágenes mecánicas. Y a callar en ambos casos a la espera de que el plácido cierre de pestañas que lee y relee el diario acontecer, rebusque silencioso entrambas cortinas algún rezago escondido de sonido marrullero que ponga los ojos en alerta en tanto las imágenes se repiten una y otra vez esta vez en fondo negro y de la forma más aleatoria y antojadiza que jamás pieza interpretativa haya esperado jamás de su sociedad con la imagen…”
Reza el inicio de una serie de mensajes no revisados del correo de Jacinto en sus días de ausencia en la red en cuyo fondo de página resalta la imagen de un pequeño roble dibujado en carbón. Y solo sonríe recordando el insólito regalo que de manera anónima recibiera días atrás de manos de Emiliana y dada la fragilidad que transmitía la pequeñez de fronde y tallo labrados del pequeño gigante, fuera a parar al lugar más visible de la ventana en el pequeño torreón adonde la ahora septuagenaria pareja es inevitable desviva sus ojos cada vez que aun a la distancia tengan ante si a esa nueva silueta incitando una y otra vez entre el brillo de sus cristales en relieve, una mirada de reojo que colme sus cada vez mayores requerimientos de entrecortado aire.


«¡Ah, pareja de buena sangre que había resultado aquel par de almas desprendidas...!, musita casi Jacinto mientras se llena de recuerdos_, cruzadas a tiempo en su camino, llenando con cada hendidura o prominencia ondulante de sus educadas formas, afloradas también a tiempo tras la etiqueta, dos de los vacíos más notorios de su solitaria vida». 

El propio Eliseo con su carácter inmutable y aparentemente osco traicionado por las lágrimas cuando, ya de noche luego de la inauguración de ese sistema de riego tan esperado por "la huerta", como era conocido el vivero por los añejos labradores y a quienes tomara casi una semana adicional terminar la conexión del tendido de tuberías por todo el terreno, mano en torta lo levantaran en vilo de su cálido e imperturbable cobijo en la cama con unas mañanitas tan espontáneas como sus poco entonadas voces que por un momento le hicieran perder al homenajeado el sentido del tiempo y la cordura de su ahora continente subsistir dejando expuesto en las pocas horas que durara la reunión, al azuzo de la presencia de imágenes más acordes con su condición eminentemente peregrina de sus recientes años, ese lado vulnerable que solo la intimidad y la reciente simetría familiar conquistada aflora y asimila en su verdadera magnitud. 

La jovialidad, la música y una inusitada exposición de anécdotas que hasta altas horas de la noche subvirtieran los ambientes usualmente callados del estrecho aposento de apenas dos habitaciones al extremo que hubo que hacer un lugar para dormir a tan inusuales invitados en los propios interiores de la casa grande, despertó también una faz inusual en las noches oscilantes de “la huerta azul” –tal como, si bien entre bromas habíase planteado inicialmente entre el auditorio ponerle de nombre a la ahora pequeña granja, se decidiera finalmente bautizarla en mayoritaria votación sin muchas opciones con que contrarrestar aquel firme reflejo azulado que durante toda la velada ribeteó, hasta casi pretender imponer condiciones en el ámbar del interior, los bordes internos de las dos ventanas laterales a la par de los ojos de los concurrentes que no pueden evitar ser atraídos por ese intenso magnetismo garzo–; reflejando en ese nuevo nombre todo lo que expiaba el momento logrando llenar con ese silente curiosear con sabor a mudo aliento, algunos espacios todavía faltantes en especial de ese plan de resanación espiritual en el cual estaba empeñada la pareja y desde cuyos aposentos apenas ajustados a sus necesidades el propio ecosistema creado por aquel bosque de aquiescencias y frugalidades emanadas del verde había empezado a nutrirlos de una serie de emociones si no nuevas, distintas, que habían comenzado a trastocar las propias rutinas de Jacinto y a la postre significarían un vuelco total en ese vínculo pretendido a entablar en adelante con el séquito íntegro de ex compañeros de intemperie de la pareja. 
“…lo importante de las ilaciones, contrario a todo lo que puede significar para el ojo tangible, no es dejarse envolver por el brillo o el labrado con el que silencioso extiende su estructura el sentido en la más ortodoxa de sus modalidades y como las hebras de la telaraña haciendo apenas tangible y deslumbrable la vigilia del cazador en tanto, ganado por el pasmo cual mero observador, tenga apenas que contener la respiración cuando una acuciosidad vana que cobra repentina iniciativa prepondera el mantenimiento superficial del tejido y cual mero fagótata encandilado no permita apenas que la más mínima partícula ajena distraiga sus vivos reflejos de seda. Lo importante es el contacto que en forma de estremecimientos transmite cada uno de sus filamentos aun a la caricia de la más leve brisa sin permitir que la confianza atrofie el más tradicional de los sentidos; porque cada hebra y cada tañido si bien irradia un mensaje presentido, posee identidad propia que en cada grado de intensidad se aguza y solo una bien estimulada intuición es capaz de captar y descifrar o la araña se alimentara de vientos, materias volátiles y de polvo, y lo mismo hicieran sus vástagos”, dice en clara alusión a su aparente desconexión del diario acontecer parte del texto de otro de los mensajes recibidos, al parecer con un nuevo distintivo ya instituido en la silueta del pequeño árbol, como si con ese fondo de agua con el que trata de simular un reflejo quisiera destacar el misterioso remitente, toda una lectura cosmovisional inherente que se complementa con cada párrafo que la doble comilla y la triple puntuación seguida, apenas hacía distintiva. 
«… siempre y cuando sea la intuición una herramienta nuestra y no nosotros la suya», piensa Jacinto tratando de refutar la tesis planteada. 
“…y porque hay un hilado lustroso perceptible al ojo cotidiano y otro invisible acaso más opaco y por ello resistido hasta el mentón más denegado: es menester reparar, en tanto el ojo intuitivo no basa su titilar en grados de luminiscencia sino en grados de aquiescencia, que si bien el esplendor y olor a sacio a ambos lados de un lindero común de yerbas, nos condujeren en un sentido visibilizado por las carencias y los colmares del común mirar, que todos somos -cuando conscientes-, alimento de espíritus cásticos a cuyas luces, aires y sombras  atender antes que a los gusanos de tumba …” 
«Ajá, ¿porqué cada vez más se parece el texto al estilo de Pedigrí?», refuta en voz baja Jacinto sin percatarse como sus ojos atraídos por esa misma intuición prolija que como la abeja a la glucosa no descansa y casi al momento de dar cierre a la conexión van a posarse de manera espontanea hasta otro de los textos, si bien inhibido ya de ese manto de solemnidad previo, lo estremecen de pies a cabeza. 
“¿… me creerías si te dijera que ya me embebí de las noches en tu jardín y posé hasta sentirme húmedamente azul bajo cada uno de sus faroles que con tanto sentido de lugar e intensidad situaste e hiciste de las noches de saudade el soñado paraíso que todo mortal prefiriera sin tener que morir antes...?” 
…Ah, los perros, yo no me preocuparía de ellos, cada vez que los miro a los ojos más me parecen a aquel caballero que toda dama pocas veces logra hallar en el hombre…
Continúa el texto.
…Y por favor si haya que enfadarse con alguien, aunque releyendo cada mirada tuya que por largos minutos me hicieron visitar otros mundos en esa tu tertulia con aquellos ancianos dudo que lo hagas, solo déjame decirte en compensación que ya recibí mi merecido con un bautizo tan atípico como atemporal en el Jordán de tu comarca, aunque como todo lo que está regido por el acto de locura del cual este logra exorcizarnos al librarnos de los miedos que reprimen algunos actos que deben suceder en nuestras vidas, nada de lo que suceda a partir de esta confesión me quitará la gran satisfacción que a partir de entonces ha desviado mis latitudes hasta usurpar las propias huellas de la eclíptica, tanto que hasta me hacen sentir culpable de los días de sol extemporáneo de estos días de obscuro otoño; más debo decir aunque se me calcine el rostro de tanto rojo que me agobia, que no se si es por ti o es por esa magia nocturna que como una saeta apenas encendiéndose tras dejar atrás los últimos rezagos del día se instala a discreción hasta pretender pernoctar entre cristales y cristalinos los segundos, minutos y aun horas que prosiguen al avistamiento, haciendo todo un mundo de probabilidades cada regreso mío a casa entre los cuales te confieso que no estaba ausente la posibilidad de alguna base espacial extraterrestre por ese brillo exagerado de las celdas solares del tejado…” 
…a partir de hoy, en aras de ser consecuente con ese sentimiento de culpa que me corroe, he de ponerme en blanco a menos que digas algo al respecto aunque sea escrita entre las pintas de alguna pared de piedras bajo algún puente escondido. No mencionar el hecho hubiese bastado para quedar bien con el acto físico de indemnidad, pero que hay de todo lo etéreo que envuelve su lado más entrañable que hay que decir. De que habría servido ir más allá de dar un simple paseo por esos paisajes cósmicos que es como me sentí, cuando sin poder resistir la tentación me vi de pronto en la cima de un pino cuyas formas tan estrambóticas invitan a subirse al propio y más lejano ápice acicular; o haber hurgado entre los borradores de tu propia estantería allá donde de seguro no quisieras que nadie más que tu asome siquiera las narices. Pero como evitar no hacer todo lo que estuviera al alcance de la que quizás haya sido la única oportunidad de haber profanado tu santuario y sobretodo haber capturado tu mirada reflejada en esa historia que ahora escribes. ¡Ah! y esa oteada por la ventana hasta esas manchas azuladas que distraen el tono pálido de las flores resecas o ya convertidas en prematuras vainas del ala sur de la finca la cual ha trocado todos los guiones previsibles de mis noches de sueño…, como poder callar y no ser recompensada con alguna reprimenda, una demanda, o un silencio definitivo con el que sueles decir adiós a los que eligen irse”. 
Que decir cuando algo así de inesperado como el hallado entre lo mas improbable de ser disturbado quiebra todas las probabilidades de ocurrencia que obligan a revisar todas las notas recibidas dejadas pasar. Es Junio 20 y el mensaje tiene fecha de recepción 13 y tras ella no hay mas que un mensaje acabado de llegar con un enlace invitándolo a visitar una nueva página web.
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Continúa "Confesiones"
Nuevo ingreso: Viernes 11 de noviembre de 2011 


Como pasa la sombra al azar de la impasibilidad de la materia, llegada la hora, cada elemento en el ciclo del tiempo no tarda en retomar su curso empujado por el derrotero regular de lo inevitable. El no pocas veces detestado invierno y su carga de secuelas insalubres y entumecimientos confinatorios, apabullado por el peso de los días de sol aun cuando todavía inestables, ve como las cada vez más delgadas trazas de sus descuentos patentizados en las noches lluviosas más intensas de las últimas semanas, ceden el paso a un concierto de asomos indiscretos tras ese velo de sequedad vegetal que ha sumido en confusión al celador de huertos estíos. Primero exploratorias, apenas dejando aflorar de entre las amarillentas estípulas delas plantas más precoces, unas formas y espesores asepaleados con tonos que varían entre el guindo,  el amarillo y el verde, para luego, más formales y simétricas en tanto grados y raíces asientan su curso hacia los rubores aglutinados, desatar en pinceladas morfológicas a través del torrente fotosintético.

Así, pinos, corales y chirimoyos, los mas castigados por el frío invierno, al extremo de haber terminado el ciclo sin señales de vida flameante con que recusar los silbidos de los vientos vespertinos, bullen de resplandor verde brotando por doquier en desmedro de algún rezago de quebranto post cismático que deambule en el ambiente todavía incierto; aun el propio naranjo, de hojas perdidas antes de temporada, hostigado impunemente por los innaturales rudos ventarrones de invierno, sorprendentemente ha retomado el más profuso de sus brotes desde la base de su tallo robusto que ya parecía entregado a los colores de la estación postrera, hecho que deja sin excusas a Jacinto para sorber con más ahínco aquel inesperado y reparador alimento con el que sus comensales retribuyen a tanta devoción desplegada sobre la mesa: un sonoro «¡Bien!» que por alusión directa escarapela los multitudinarios estomas flanqueados sobre un todavía mantel pardo del jardín embebido.

«La lluvia ha pasado y como vuelven las aves a retomar el camino interrumpido a casa_ resuena como un epílogo interino en los pensamientos de Jacinto tras haber culminado el episodio más reciente de Brisa_, vuelve también a amainar el arrecio de los vientos, lentamente hasta tornar nuevamente en brisa», acota sin poder dejar de sentir compasión por la pequeña planta que tras el cristal, atestigua de manera excepcional cada una de sus madrugadas frente al pincel.

«Brisa, quien puede llamarse Brisa_ dice abriendo de par en par la ventana en alusión a parte de un diálogo que tiene previsto para capítulos posteriores, y sonríe complacido a la vez que asoma su rostro por la ventana. A el mismo le sorprendió en su momento esa suerte de disonancia discursiva de ser empleada en otro contexto que no sea propio al significado usual de la palabra_, ya se acostumbrará, ya nos acostumbraremos», acota haciendo sonreír a la imagen que con la misma nitidez de su mundo, y el remanso que crea en el suyo, pervive en su memoria.

 Ya sin luz en la habitación la misma que tercamente superponía el perfil de su rostro entre los vidrios de la ventana, puede ahora husmear con detenimiento las sinuosidades del pino “jorobado” adonde desde hace horas el trinar de un ave insomne llama su atención.

La lluvia al parecer en plena retirada ya, ha cesado antes de lo acostumbrado aquel último viernes de septiembre. A las 4:30 a.m. –media hora después–, aún pueden verse las gotas atrapadas entre las filamentosas hojas del gimnospermo reluciendo el añil de la luz que la baña lateralmente, y tras un repentino sacudón de alas, la causa de su latente curiosidad madrugadora. Un pequeño gorrión que monta guardia a unos metros de su nido adonde la pareja empolla en tanto descansa.

Al rayar la mañana todos en el huerto despertaron sorprendidos cuando, todavía con los rezagos de humedad entre los follajes y un sol evasivo que ya desde la propia aurora parece tomarse su tiempo entonando los aparejos de su concierto en ese su lado dorsal del día, hacia el lado oeste, –adyacente a sus perímetros adonde los primeros lóbulos amarillos de los retamales que han ganado mayor altura reclaman ese clima algo templado de principios de primavera como suyo y arriman sus escuetos racimos entre las espinas de sus rodrigones vivos en tanto delimitan fronteras–, fuera finalmente avistado el origen de tanto golpe de pico y lampón que desde la madrugada restaran algunas horas de sueño a Emilia y Eliseo.

Es Jacinto quien,  flanqueado por innumerables sacos de tierra vegetal y una espigada planta de lado lista para ser trasplantada, cava un círculo profundo en pleno centro del campo abierto.

«Es tierra descansada, apropiada para una planta noble como esa joven cupulífera», musita casi sin pensar Eliseo quien junto a Emiliana termina de tejer las tiras de cuero del juego de sandalias que confeccionan para sus cada vez más asiduos y numerosos visitantes cuando, inevitable de ese cruce de miradas que con una misma interrogante flota en el ambiente, un repentino silencio se prolonga en tanto ponen los ojos en la ventana de la torre.

No hay tiempo para una respuesta pues Jacinto que ya los ha visto asomarse desde la pared contigua al terreno, blande las manos llamando a la pareja. Un hilo de silencio los acompaña cual si les fuera de pronto arranchada la porcelana de los labios dejando el sorbo incompleto  y aunque sus ojos auscultan los raros contornos rectiformes del espigado roble de unos dos metros de altura, por los gestos dibujados en sus semblantes, sus mentes parecen querer hallar una alusión en la pequeña silueta arbórea sin la cual no imaginan a la ventana y ese magnetismo que los hace detenerse adonde se hallen y admirarla junto al último reflejo rojo de la tarde.

«La primera raíz» dice en tono parco Jacinto una vez que tiene las largas siluetas de la pareja bloqueando ese leve calorcillo que había empezado a abrigar su espalda, en clara alusión a aquellas bases genéricas que sugieren un todo al inicio de un proyecto y al parecer, tratando de alargar aún más ese estado de incertidumbre que sabe, inquieta a la pareja.

Tantas veces en un aparte de las obligaciones que conlleva el huerto todos se habían hecho la misma pregunta, del porqué del abandono de tierras tan fértiles, tanto que ya habían olvidado lo fresco y verdaderamente negras que se veían bajo la capa blanquecina impregnada por la sequedad y el polvo de la superficie. Tiene casi las mismas proporciones del huerto azul y por la ubicación –ahora central–, del reservorio terminado de construir apenas algunas semanas atrás se diría que todo parece haber adquirido un sentido simétrico ahora.

Aún con las dobleces –hoy estáticas–, de las tiras de cuero sostenidas entre sus manos, la pareja ahoga el sentido de sus interrogantes en ese adjunto de ideas con las que Jacinto se adelanta y describe una serie de imágenes que como una maqueta virtual tiene ya bosquejado en su mente.

«Estamos exactamente en el reverbero del óvalo de hortalizas con todo y sus sentidos inversos refutando ya desde la maqueta, “imaginaria”_ se apura en puntualizar ante la mirada perpleja de la pareja_, incluso el propio concepto que identifica a azul, a su profusidad y a la suculencia de su todo fructificado. Sólo la granja migrará tal cual y en más hasta esta zona que inicialmente podríamos denominar, el caserío», dice Jacinto señalando el lado sur más próximo de la extensa área del terreno.

«Si bien es azul  apenas ese bosquejo de ideal fraguado desde la más noble de las intenciones; ideal unas veces tan bello en el imaginario que tentados estamos de ponerle marco y haz de luz incidente propio para que perdure, y no precisamente por irreal e imposible, pero como tal asolado por un sin fin de excusas y alegatos para el logro de su consolidación aun como simple teoría formal; pero en vista de que el destino –si así podemos llamar la aún más persistente intención por vivir–, que aun cuando nunca suficiente deambula por allí con sus sacos de luz de reserva y voluntariedad a cuestas: este habrá de ser el doro y su reflejo de consumación al concepto planteado».

«Aquel espesor con el cual los planos A y B adquieren esa tercera dimensión con la cual; sea porque amanezca llenando de amarillo radiante una madrugada hasta entonces apenas auspiciosa y analgésica; sea por ese bello atardecer y su intenso rojo que matiza los ribetes de un día vivido a la par de una intensidad que no quisiésemos que nunca acabase o fuese superado por el día venidero: logren finalmente revertir la fraseen oración, y como tal ya, adquiera sentido y esperanza la palabra», acota extendiendo su mirada en silencio hasta el cornejal contiguo a unos maizales apenas ahijando en el lado sur».

«Nada hay peor para los días del ocaso que tener que asomarse a la ventana para hacerse de unos escasos rayos de sol, los cuales en su propio ambiente, libre de arcillas y de cementos enclaustratorios debieran ser el verdadero techo que nutra tanta necesidad de calidez humana y no humana que en el tramo más postrero del camino verdaderamente escasea. Y esa cada vez más precaria libertad de ejercicio que a la par del tiempo y la inaplazabilidad de sus términos y caducidades, la intemperancia del verdadero asidor de riendas otoñales, el quehacer cotidiano, más temprano que tarde jubila al ser aun a su derecho a producir a su ritmo y a deambular, también a su ritmo», dice Jacinto y señala con una rama el bosquejo que acaba de trazar en el suelo.

«Esta será su área rural, su parque, su zona de esparcimiento, o como quieran llamarle_, dice señalando el lado norte del terreno con el mismo trozo de rama que habrá de servir de puntal al joven roble_. Pero aquí_,  dice volviendo a los trazos sobre el suelo_, haremos una pequeña ciudadela, o “pueblelo”, diríamos más apropiadamente en vista de que casi el cien por ciento de ustedes provienen de la zona rural, cuyas viviendas de no más de dos habitaciones estarán conectadas por alamedas de bermas centrales verdes adonde ninguna forma recta, menos artificial, haga rígida la serpenteante forma de la vida que aquí habrá de rebozar de alegría», dice y hace una pausa esperando una reacción de los septuagenarios.

« ¿Y podemos hacer también una capilla?», alcanza apenas a musitar Eliseo sin haber salido todavía de su pasmo inicial, sorprendiendo esta vez a Jacinto.

«Ustedes los moradores serán quienes se encarguen del “que” de los detalles pues esto está destinado a ser futura morada suya, yo apenas seré el intercesor que haga realidad las particularidades del “como”, y quizás del “cuando”, según sean aquellos esperados “cuantos” que se sumen a la brega, tan oportunos y obstinados como lo insinúa la propia idea», señala sonriente.

«…pero una tan humilde como sus propios feligreses_ acota presurosamente Emilia_, a la cual debamos acceder con los pies descalzos en señal de desagravio a tanto brillo y tanta mueca de tergiversación y trato para con el que no armoniza con un promedio establecido de estos tiempos, que seguro el verdadero Cristo desaprobaría entre sollozos», dice sin poder evitar dos gruesas lágrimas que con dificultad logra contener entre parpadeos.

«Nunca hay un camino que se bifurque para tomar su propio rumbo a no ser que alguna necesidad privada lo induzca_ dice Jacinto tocado por la sensibilidad de la mujer_. Si no es para salvar un obstáculo, lo es para llegar más pronto al destino elegido, o de la manera menos incómoda posible. Quien construye caminos teniendo como destino  espejismos propios de necesidades mas bien humanas y por lo tanto ajenas al espíritu del fin que sugiere alcanzar un propósito que se supone divino, simplemente está fomentando la ilegalidad de aquello que tanto exhortan los preceptores de doctrinas: la unidad en torno, aun desde la más distante de las locaciones desde donde peregrina el cuerpo motivado por la firmeza de un espíritu que, asimismo, se supone imbuido del tenor de una palabra y un destino. Y ni que decir de la propia ilegitimidad que de afirmarse una vía alterna indispondría a la propia estela dejada por el nombre, visto desde luego desde el lado más afín al espíritu aludido…»

«…Y que lo diga alguien como tú, es verdaderamente ilustrativo», irrumpe sonriendo Emilia en clara alusión a la condición a profesa de Jacinto; sorprendida de tanta certidumbre y discernimiento con el que expone un tema que ella hacía ajena en él.

«Es la eterna disyuntiva del ser o el no ser que a algunos nos obliga a tomar distancia de ciertos criterios aun en contra de nuestra propia voluntad, que no es lo mismo que alejarse. A veces basta una débil flama, si así la podemos catalogar desde una perspectiva excesivamente humana, de adhesión al mensaje que titila en lo más profundo del ser apenas inquirido, el cual aun débil, cala a veces más profundamente de lo pronosticado y en una parte tan vital que no hace extrañar ni envidiar teoría alguna_ hace una pausa Jacinto mientras mira a los ojos con insistencia a la pareja_, pero ustedes, que tanto tienen porque reprochar a esa divinidad que tan postergados los tuviera en la etapa más vulnerable de sus vidas, y sin embargo se aferran pero a las propias raíces de la doctrina, eso si es verdaderamente ilustrativo, y conmovedor».

Hay un profundo silencio que hermana a todos de pronto y los hace imaginar desde sus propias perspectivas las imágenes de lo que será, quien sabe en algunos meses o quizás años, ese pequeño pueblo por primera vez empotrado dentro de las condicionalidades y autonomías propias de un hogar. Ella, pensando en su huerta de productos de primera necesidad adonde nada faltará para atender a ese ejército de “pordioseros” que bajo mínimas reglas de convivencia, de seguro, como ella misma y el propio Eliseo lo hicieran, se adaptarán y encajarán tan a tiempo en un hábitat similar que ellos mismos tuvieran la oportunidad de rediseñar y reconstruir.

Eliseo, más acorde a su condición de jefe de familia que la vejez no ha logrado menguar, e influido por la misma visión urbana y repulida de Jacinto respecto al recinto, y casi, casi encajando ideas con las de Emilia cuando da rienda suelta a su visión de auto sostenibilidad de la pequeña aldea –vaya si ya tiene el nombre adecuado para el sitio-, también se ve transitando las mismas secuelas sinuosas de la única callejuela poblana que esta vez flanqueada por innumerables cuadros de hortalizas, cereales y tubérculos intercalados por sus soñadas yuglandáceas y otros frutos secos, con su mismo sentido serpenteante habrá de alcanzar la calle.

«La granja debe migrar un poco hacia el norte_, dice éste señalando hasta el primer pabellón de árboles que figura en el bosquejo_, y quizás poner el cuadro de hortalizas contiguo frente al comedor», acota entregándose completamente al más profundo de los imaginarios en el cual ningún detalle quiere pasar inadvertido.

« ¿Hay que pena, y yo debo dejar mi cobachita?», argumenta Emilia tratando de despertar a ambos de su sueño.

«No necesariamente, pero de seguro querrás estar donde más te necesitan», replica Jacinto casi inadvertidamente, su mente se ha quedado prendada de la penúltima frase de ésta.

Jamás se había detenido a preguntarse quien era respecto a su condición profesa. Para ser un ateo, le importaba demasiado –y desde muy adentro–, todo lo que sucedía en la periferia creyente, esa “humanización de la doctrina” que a simple mirada de lector renuncia deslealmente a una a todas luces genealogía divina, lejos de dar alguna razón a su posición y envanecerse, le afectaba profundamente. No concebía como algo que necesitaba ser blindado de toda mácula humana y emerger distante de todo atavío con el que se le ha adornado para hacerla más vistosa, más apetecible, pero también cada vez más ajena a la voluntad e iniciativa inspirada por su fundador y cesionista de su nombre.

« ¿Qué clase de poder divino es capaz de competir con el humano para hacerse de un espacio donde convivir como iguales, cuando es este quien debiera buscar uno en el suyo?», es una pregunta que siempre ha rondado su vida y hoy vuelve en silencio con su mirada nostálgica a enrostrar a una institución que siéndose como se dice y se jacta de mayoritaria, tiene como pilares unas columnas demasiado frágiles cuando busca guarecerse en el poder del hombre y como tal someter su jurisdicción a las viabilidades también de su riqueza.

“¡Pero una tan humilde como sus propios feligreses!”, es la frase que resuena como un eco en su mente y la imagen de varios comisionados “anónimos” dan inicio a una larga peregrinación sintiendo en sus imágenes sus pies sorber directamente las sensaciones del suelo como primera  condición de fidelidad a si mismos.

«Que pasaría si el hombre común y corriente, imbuido, cultivado y quizás golpeado por las necesariamente tristes conclusiones a las que seguramente arribara tras un examen de conciencia, diera inicio por su lado –partiendo del hecho que la fe es un axioma dogmático que atrae y alimenta, más no jala y enfila–, a una labranza de su propia inferencia de las escrituras, en tanto las instituciones llamadas a congregarlos definen su posición y expían, y de ser necesario, exceptúan, con otro examen de conciencia más acorde a su jerarquía, antes de volver a la fuente o seguir su rumbo?», se pregunta Jacinto evidenciando una osadía que aquella simple frase llena de reproche y tristeza, pero también de coraje y persistencia, ha logrado encender desde un apenas titilante fulgor que hasta ahora parecía sobrevivir resistiéndose a un algo que no podía explicar.

«Cuando las palabras ya no son suficientes para hacer entrar en razón a la obstinación_ se dice para sí_, prueba con el cubo de hielo en la espalda y espera, el sobresalto estrepitoso, o el silencio sosegado, pero sin nunca cesar de mirar a los ojos. Sea porque esta no más se mostrara sorda al volverse buscando la causa de su sobresalto; sea por su irrefrenable evasión a todo frescor que amenace su fiebre contuberna: lo cierto es que ya sin una pared muda y ciega impidiendo todo discernimiento con una verdad en mutación constante, volverá la confianza, volverá la fidelidad y por ende el credo tal cual fuera declarado».

«Ya que diste inicio a hilar el argumento, quizá sea tiempo de alistar la partitura», dice Eliseo despertando una sonrisa guardada en el rostro taciturno de Jacinto.

«De melodías guardadas a la espera de alguna ocasión olvidada», acota éste desviando su mirada hasta la ruma de restos de cactos producto de la última poda que en un cambio de planes fueran a parar tras el cercado cuando ya estaba decidida su trituración en la poza de compostaje.

Era como si todo estuviera premeditado para que los acontecimientos confluyesen tal cual se le ocurriera al destino o quien sabe a quien. Una ruma de cactos ya en plena brotación a causa de las recientes noches lluviosas, y una fila interminable de almácigos de retamas producto de la última recolección de semillas que aun cuando todavía bebés, en algunos meses más estarán prestos a conformar el andamiaje de la nueva ampliación de las paredes del huerto.

Cerca de las 8:00 a.m. los primeros comensales comienzan a arribar y Emilia corre presurosa a preparar el desayuno, y tan pronto como la planta apenas trasplantada se ve avasallada de los últimos favores que le concede la ahora docena de hombres distribuidos en derredor, el profundo aroma a panes recién horneados de cada mañana de las últimas dos semanas los toma a todos con beneplácito, unos apurando más los últimos golpes a los postes que habrán de servirles de resguardo y apoyo, otros apurando con unos baldes el riego interminable de una tierra profunda y sedienta.

«Hoy conoceremos a los representantes legales de los donantes del terreno_, le dice Jacinto a Eliseo en un aparte de la aglutinación _, ellos han pedido expresamente la concurrencia de ustedes dos, por lo visto se trata de gente que ha auscultado detenidamente su proceso de evolución», acota deteniéndose un instante en su mirada a la espera de algún indicio que pueda decirle algo más de la cadena de acontecimientos que de forma virtual se habían sucedido hasta recibir los planos y la sesión del terreno de forma tangible.

No hay sin embargo nada más que un brillo de felicidad que pronto se repercute en los ojos de Jacinto. En el fondo quizás ambos pensaban, desde enfoques distintos – o soñaban–,  con que algo así sucediera, pues enterados de boca en boca eran cada vez más y más los concurrentes que se aunaban al tropel de comensales “bien peinaditos”, como los llama Emilia con cariño, pues conociéndola o enterándose del carácter suyo, por primera vez en largo tiempo dedican parte de su tiempo a si mismos y se asean y visten bien para cada ocasión, habiéndose visto no pocas veces ella, en la necesidad de ajustar las raciones para no tener que discriminar a nadie que se sumase a último momento.

«Ya estuvo bueno, a tomar desayuno», dice y saca de su ensimismado aparte a Jacinto y Eliseo, mientras vierte sobre la tierra suelta de los bordes de la poza algunas decenas de rizomas de lirios que ha extraído de las riberas del ciprés… continuará



¡Ay dulce locura de imprevisible alma!
que has vendado mis ojos sembrando de luciérnagas imágenes
la oculta calleja de sus soledades
sin poner un velo de inconsciencia a mi mirada,
o el soso sabor del letargo en mis labios.

¡Ay abrupto despertar de mi mañana dormido!
que a la cima del cono azul  enmudeciera
en tanto el rayo de otoño hacía mutis al viento;
¿Hasta donde dejarás que cabalgue sin riendas ni estribos?;
¿hasta donde sin saber si crecen al final blancos narcisos?

O si hay piedras y hay sudores y espasmos
entre las negras paredes de la noche interminable;
abismos sin fin, o simplemente murmullos;
murmullos de siempre tras las cortinas raídas
entonando sus coplas silentes tras el candil sombrío.

Ayer, tan solo ayer,
mi horizonte rayaba en auroras tibias
tal cual las líneas del manual rezaban, en plenitud;
Ayer, tan solo ayer mi sien dormía de lado
en tanto mi alma tramaba en silencio;
velaba, esperaba, callaba, lo se.

Hoy, dulce acíbar de la ausencia;
si es esa la muesca que ha de guiarme
hasta el aroma perdido de la rosa:
 ¿Hasta cuando habrás de blandir cual pétalos de escarcha
tus espinas?, ¿y herir,
hasta que solo resigna y fervor sangren de mis envanecidos hombros?

Honduras inhóspitas del cauce de mis noches sin luna
que no haya agua clara capaz de borrar
la nueva traza tornasolada que ha tomado heredad de mi mente,
y siendo como es de dos, se resiste a ser uno,
y siendo como es de todos,
abdica a dos únicos puntos de confluencia
pues largo se ve el amainar de tempestades del río.

Intenso frenesí del ennegro de mis ojos,
si tan solo un chirriar de enmohecidas bisagras,
y el aire fresco que ahora relame mi frente
bastaron para saber del vacío que escondía mi alma,
¡Oh dulce locura de mi nuevo ser anheloso!,
si ese es el nuevo precio que ha de pagar
mi libertad cohibida, increpa conmigo:

¡Que nunca retorne la cordura!
¡Que nunca claree la noche azul!,
que no lo haga mi duermo ni sus huidizos rayos color flama;
que nunca acabe la nueva alucinación.

Que nadie quite la espina abrazada a mi pecho;
pues aun si fueras tú y tus manos de pienso
los que hicieran de mi alma su nuevo lienzo,
nada me asegura que no vuelva a morir en vida,
cuando sea mi imagen el nuevo relicario en tu pared vacía.
Y yo extrañe sin pena ni gloria,
y sin remordimientos,
el suave oscilar de mi sien en tu pecho.
A un trajinante arremolinador
de pólenes azules

Copyright: Rodrigo Rodrigo


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