No hay ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente

Vivar Saudade, Capítulo 3 [Mar 19/15 - Págs: 92-102]


Dos ingresos: (1) Miércoles 10 de diciembre de 2014
(2) Jueves 19 de marzo de 2015

La revelación de Micaela

La misma noche del día siguiente al día último —de los cinco que finalmente duró aquello que tras la euforia formal vivida durante los tres días oficiales de la cita por la vida—, que devendría en un festival de dos días conmemorativos adicionales plenos de música y color no considerados en los programas formales del evento —y de sorpresas artísticas de magnitud solo comparable a la de los conferencistas ‘no invitados’ que sorprendieron y sobrecogieron a los asistentes con su presencia. Noche en que todo dormía en Huerto azul y Valle dorado, incluidas las luces de los vehículos de la carretera aledaña, así como las reflejos de los edificios de la urbe más cercana: un breve paseo noctámbulo pasada la media noche, que luego se convertiría en una vigilia silenciosa atraída por la emoción contenida de una treintena  de andariegos sin sueño, daría lugar a la denominación popular que finalmente aglutinara toda la emoción instalada en el nuevo ánimo de los moradores del lado oeste del complejo Oasis. Valle dorado: así se lo pedirían las imágenes que se mostraban ante sus ojos, como los trazos en proceso de un cuadro que aquel pintor, instalado ya desde hace mucho en ese ecosistema de vida, les permitiera vivir a un grupo de privilegiados —en un alto del pincel—; hipnotizados por los dos reflectores que desde un mismo punto de emisión, tiñen de ribetes bruñidos el espejismo.

Matices

Un novísimo sistema de potabilización del agua casi completamente terminado, el uno, cuyo estanque de asentamiento de aguas en forma de pequeño lago poblado de pequeños plantones naturales, gramíneas y otras herbáceas entre sus pequeños islotes que simulan a minúsculos archipiélagos, salta a la vista, junto con una pequeña fuente de aguas circulantes ya potabilizadas, que al contacto con la luz amarilla, en ese eterno deslizarse entre sus discos concéntricos dispuestos en forma cónica, repletos de ‘lluvias de oro’, son señal evidente que enfatiza la función primigenia de los ojos en el proceso de satisfacción del ansia humana.

Mas al lado, un lienzo mayor dispuesto a que el aliento no termine en el lento espiro de la fascinación, teje con hilos indelebles cada hábitat que la naturaleza del ser vivo le exige, lenta y paulatina, de modo que como la piedra angular meticulosa, cada milímetro y cada desnivel de su cuerpo amorfo, halle finalmente su espacio y se asienten natural y espontáneo entre los fondos mates todavía no explorados del paisaje. Con una luz plata contrastando en el negro profundo de sus sombras, una enorme necesidad de atención y conexión dirige a la par, haz y miradas, hacia las estructuras ya completadas del dispensario que rompiendo todos los esquemas formales de la construcción, es precisamente su cima jaspeado de azul la que muestra los indicios más avanzados de lo que pretende el proyecto, con una decena de arbustos por ahora todavía en precario estado de manutención manual , pero con un sistema de aislamiento y drenaje casi concluidos que como las vísceras de un híbrido en pleno ensamblaje muestran al mundo silvestre la primera advertencia de la presencia de un nuevo plantón aliado en el paisaje verde. Una verdadera casa árbol que despierta entre los septuagenarios, una ansiedad que no han sentido en años, de apearse a ella una vez acabado y asomar sus sonrisas por sus ventanas.

«Vaya visión eh_ dice una voz que pronto se diluye entre los comentarios que suscitan las primordiales imágenes que tienen ante sí_, y a que no han visto el reflejo de ensueño en la arboleda», acota seguidamente la voz en nítido acento Español, que luego calla como queriendo ser guía y cómplice a la vez de una experiencia que acaso se haga realidad en el quehacer de la legión de ancianos.

Y es esperada la reacción que pretende la mujer que junto a ellos gira contagiándose por segunda vez del asombro del grupo. Parte principal de otro juego de reflectores que rodean el pequeño lago han sido instalados deliberadamente de manera tal que el movimiento de sus aguas y otros tonos auxiliares proyectados sobre los nogales  y tamarindos en flor, dan una sensación de ensueño en la campiña que adaptadamente diluye sus tonos con el negro profundo de la noche, en ese lado usualmente umbroso de la zona norte de Pueblelo. Más al fondo, como si la propia noche los incitara a dar un recorrido, una decena de puntos luminosos esta vez teñidos en azul, similares a los dispuestos en Huerto azul, —aunque ahora con los haces de luz partiendo desde los pies de los árboles—, refulgen junto a la silueta de cada leñoso insertándole un toque descomunal a los frondes del paisaje nocturno.

«Oigan, porqué no damos un paseo», dice alguien de entre la penumbra llamando al grupo desde la boca de “la trocha”, que no es otra cosa que el camino de herradura forjado a fuerza de costumbre entre los arrabales del pequeño bosque de frutos secos, cuya sinuosa ruta ha sido continuada en trazo consonante hasta los linderos del riachuelo de riego que cruza tangencialmente las afueras nortes del rancho. Es el viejo Eliseo que enterado ya del dispositivo instalado en todo el tramo caminero, se ha adelantado al grupo junto a Emiliana y llama la atención de los ancianos, encendiendo  y apagando adrede parte del sendero cada vez que se  acercan y alejan del “portillo” de acceso, acción que enciende más la curiosidad de la ‘pandilla’, y una iniciativa ya parece haber cobrado vida propia.

Sin más pensarlo, cual niños que ya eligieron el juego adecuado en el campo de diversiones, los longevos se dirigen raudos a tomar posesión de sus turnos. Tantas veces han recorrido ese trecho que los conduce hasta la calle, en inmediaciones  de un área aún no tocada por los embates del asfalto y el cemento, que pareciera que ya nada podía sorprenderlos más allá de los obligados pero no por ello menos placenteros paseos por “El caminito de mi pueblo” –como suelen llamar a la ruta—, en especial de los días radiantes de sol que a la sombra de los frondosos árboles y el aire del descampado tornánse aceptables y hasta amigables para con la lasitud de huesos y músculos.

Un trecho caminado apenas ha apagado sus luces iniciales cuando otro siguiente, cercano a la mancha azul en curso, dibuja ya su zigzag en la noche subiendo en grados de emoción no solo al grupo excursionista, sino aun a algún ojo mirador que desde la nueva construcción coincide en un asomar de ventanas y se da cara a cara con ese serpentear de neones que el espacio entre cada grupo de no mas de siete caminantes aviva en medio de la noche, de una arboleda trasluciente que en los pocos años que llevan de trasplantadas, muchas de las plantas ya han logrado dar los primeros aunque raleados frutos.

Más allá suyo, faltando aún un trecho en “U” por recorrer entre los sembríos de pan llevar que a lo lejos en cada una de sus intermitencias deja entrever la muralla de la calle, ya con los intervalos menos sinuosos pero con los puntos azules resaltando en toda su dimensión los arbustos adaptados a la vía a manera de columnas de un amurallado imaginario, entre parcelas que aguzan sus tonos propios al paso de la caravana, es la noche y sus haces de luz las que siguen en su obcecada pretensión de dirigir al grupo, al encender a lo lejos cual luciérnagas luminosas en vuelo parsimonioso, esta vez, los ojos de los pequeños animales que completan la cadena vital de la granja, en un inicio de ruta de regreso igual de intermitente por las márgenes del canal de acopio de aguas cuya altura sobre el ras del piso sorprende un tanto menos que aquel advertir de la flora implantada en sus riberas que amortigua todo vestigio artificial de los consecutivos filtros que se equidistan entre sí hasta el pozo principal que antecede a la laguna, disimulado por una cubierta de de rocas laterales intercaladas de frondosas colas de zorro que simulan a una pequeña montaña.

Si alguien en el grupo ha logrado absorber un grado adicional de satisfacción en este recorrido de ensueño que supera los límites de la imaginación, es la dama que, injerta como un miembro más de los paseantes ha logrado más de lo que podía esperar en su también primera sesión formal de lo que en adelante será todo un proceso espontáneo de reconexión, o llamémosle mejor, de reintroducción de seres exiliados o auto exiliados, en un mundo que sigue siendo suyo —acaso más suyo que las generaciones sucesivas, si también la antigüedad contara—, y por lo tanto con derecho a cada rastro de modernidad que pueda esta realidad actual mostrar por muy desfasados que aparenten sus años recorridos, máxime, si ellos representan a una generación previa a la del dedo y el botón, cuya base de datos bien pudiera resultar el atenuante apropiado en el proceso de integración formativo –también experimental–, de una categoría púber, atípica, desde el punto de vista más tradicional de los sentidos de la escucha, la aquiescencia y de la reintroducción de la perplejidad en sus vidas.

¡No más exclusión!, ¡No más inhibición!, ¡No más reclusión! Es el lema tripartito engendrado en el papel y gestado en el campo que arenga la noche.

¡Reclusión para el delincuente!, ¡Abstinencia para los tratantes del cuerpo y del alma!, ¡Exclusión solo para el perezoso o el déspota que divide, confabula  y relega! Completarían la proclama que iba cuajando de a pocos, como ese primer procedimiento que apenas con un par de frases proferidas anónimamente, fuera el propio grupo el que marcara el inicio de una nueva forma de reembolso de ese, nivel de estima perdida, apenas apelando a su propia creatividad, al ejercicio de su memoria y a los embates del agarrotamiento de su propia estructura musculo esquelética, en medio de una noche callada que es cuando más cruje el silencio y más repercuten las voces; entre los tejidos de su fondo negro que es cuando se hacen más nítidos los recuerdos y salpican las sabidurías expatriadas por el andrajo y alguno que otro rasgo de deslealtad, en tanto, aquel revelar de esperanzas que asoma cual nube de luciérnagas. Nunca antes el inmenso jardín habíase sentido tan lisonjeado como ahora al arrullo de las historias de vida que al paso de la caravana los injiere uno a uno, casi al extremo de sentirse humano en el sentido más abstracto de la acepción, tanto que pareciera que las plantas más alejadas de aquellas paredes virtuales de luz, tronco y follaje que se levantan en su pretensión de fusionarse con el cielo —al menos ilusoriamente—, sintieran celos de quienes se hallan más cerca de las orillas del caminito. Historias de nacimiento individual de los hoy, robustos árboles, y un rosario de anécdotas con sus ahora confidentes que muchas veces muy discretamente, la cauta señora debe desviar en torno de otro tema conexo para poder avanzar en ese interactuar con cada uno de los cuatro grupos de andantes.

Al final, como la mano de una madre que tras el velar último de la sonrisa del niño que finalmente halla la posición adecuada en aquella primigenia fetal del sueño y el ensueño, las luces todas se apagarían como tributo grano a ese cardinal ahorro de energía, que la cuenta regresiva instalada en azul y rojo en la parte más elevada a las afueras de la sala de mantenimiento injiere, escrupula e impulsa, despertando la sonrisa de otra de las madres; madre de madres fecundas que a manera de simbólica compañía con algún otro recorrido que apenas se inicia, allá en la estancia hermana, permite una luz solitaria encendida en la “casa árbol”—en una de sus tantas protuberancias como pisos tiene la edificación—, cuyos bocetos estructurales, tienen también especial historia e importancia para los habitantes del valle dorado, pues nacería de un concurso informal y anónimo entre sus moradores en el cual el arquitecto basaría el nuevo diseño de la obra y para cuyo ganador del concurso quepa apenas –y en mucho–, el premio  de la satisfacción sola pues jamás rompería su anonimato, de entre esa amalgama de saberes y habilidades de sus pasados que muy pocos exponen a totalidad, y muy a pesar también del reluciente premio consistente en una pequeña miniatura dorada del edificio acabado, cuya presea sería entregada durante el recorrido de las personalidades invitadas a través de las instalaciones principales de la granja hogar, en el día tercero del evento, pero que ahora refulge acaso más gratificado de lo esperado, entre las maquetas de la sala de diseños. 

Transmutaciones

Los ciclos en el transcurso de la vida, jamás concluyen, solo se complementan, unos a otros, conectándose, compenetrándose más: lo ‘esto’ con lo ‘aquello’; lo ‘antes’ con lo ‘pos’;  lo ‘próximo’ con lo ‘distante’, en un continuo de desplazamientos apicales cuyos espesores y sinuosidades dejados atrás, son más que soportes, búsquedas de alineamiento, o compendios esclerotizados de ideas y hechos apenas dignos de gratitudes y acciones de preservación y cuidado. Son cursos y conductos vitales de un mismo proceso de consolidación y crecimiento, por lo tanto sistemas, tantos, como visiones y objetivos albergan sus propósitos, y en tanto el sentido más que el antecedente o la formalidad  —usualmente establecida y regida por intereses impresentables o por lo menos, irrepresentativos—,  y los principios y las lecciones bien dejadas más que las reglas o las políticas, alimenten la iniciativa y el desvelo. Tanto, que hace irrelevante cualquier volver de miradas para saber a cual tallo pertenece el suyo; a cual raíz –entre tantos ramales que desde otros espacios, también acusan el sentido y el tono estacional de un ecosistema si bien adaptado a las circunstancias del entorno, sin nunca haber perdido la circunspección de su propio concepto.

Así, cual si se quisieran acelerar los procesos hacia una mirada futura, al menos desde el punto de vista de la observancia y de la construcción de la evocación, una cámara dispuesta a la cima de la torre, en el mirador de Huerto azul, registra paso a paso, minuto a minuto, cada movimiento suscitado en Valle dorado. Los obreros, las maquinarias, los materiales, al son de sus movimientos embrollados, son por ahora los protagonistas esenciales; el sol, las estaciones y las edificaciones alongando sus sombras longitudinales —obedientes, lineales—, serán su escenario y su progresión capitular en tanto crezcan lentamente junto con los matices verde castaño y listado de sus senderos viales —por ahora predominados también por el transporte pesado en tanto acusan proyección las ciclovías y se afianzan los peatonales—, que apenas se inmutan al paso extraño de alguna nube otoñal. La construcción también de un observatorio subterráneo entre las gruesas raíces de las tipuanas y cipreses en el paso que une la casa grande y Valle dorado, es la novedad que ha recuperado algún vestigio de protagonismo perdido por Huerto azul. Hasta ahora las estrellas, los mares vistos desde dentro, los hábitats de las aves y los mamíferos, habían sido el centro de atención en la observación y estudio de sus conductas y migraciones. Hoy un pequeño recorrido didáctico por entre las sinuosidades de quizás lo más vital entre todo lo vital que representa por y para la planta: su raíz, junto con su microsistema, será un espacio de aprehensión y concienciación, en tanto y a la vez se esparza inherente de ella, una noción esencial entre la legión de niños que crece y cuya inserción dependerá de la serie de incentivos con la que el mundo formal armonice sus normas de convivencia del modo más natural posible.

En un mundo inmerso en un movimiento rotacional sin fin, al menos desde el punto de vista de la todavía incalculabilidad del instante, no hay lugar para el individualismo puro, el paralelismo o la bifurcación perpetua. Tarde o temprano, aun sea este el último aliento, un sentido innato de reconsideración o de duda hará que volvamos la mirada en esa búsqueda obsecuente de aquellas a veces también infinitas segundas oportunidades que, un añoro no necesariamente templado y disipado, incuba nuestro inconsciente.

Despertados por la curiosidad; por alguno que otro remordimiento, viejo o nuevo; o quien sabe, por algún sentimiento puro que subyace enmarrocado en algún rincón de nuestras impertérritas vidas: la publicidad dedicada por algunos medios al evento atrajo consigo un interés inusitado de algunos padres y algunos hijos que querían o creían haber visto a los suyos reflejados entre las imágenes difundidas por los reportes noticiosos. Algunas reconciliaciones muy sentidas, en especial del grupo de los niños, derramaron su cuota de desahogo entre los moradores de Valle dorado, curiosamente más sentido entre los mayores en quienes sus propias segundas oportunidades, entre tantos cambios suscitados en los últimos tiempos, había despertado y agudizado ese sentimiento de añoranza junto con la nunca desechada posibilidad de reconciliación que los embates y los avatares del olvido alguna vez las extirparan de sus vidas sin esperanza. 

Los patrones de convivencialidad, sin embargo, habían cambiado aunque no por ello los de aquella pertenencia mutua que suele arraigarse en las familias; o lo más esencial, de avenencia consigo mismos. El  abrazo, aquel regalo sempiterno que si bien busca descansar en el ímpetu de su calidez envolvente, pero que jamás lo hace porque acuse caducidad o cansancio —menos pernocta en el lado más visible de nuestras ansias de emociones finitas a la espera de alguna nueva oleada de fascinación, en el mejor de los casos—, fue el protagonista esencial del día; de cada manifestación que si bien, cada vez más, la presencia de más y más grupos en el escenario diluía un tanto la emoción embargada por los primeros testimonios: ardían de júbilo sin embargo, en sus propios meollos concéntricos, cada uno de los grupos afortunados de haber recuperado o hallado al fin la chispa faltante en esa lumbre que la noche muy acuciosa y ávidamente esplende en tanto el ojo de la mirada perenniza.

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Nuevo ingreso: jueves 19 de marzo de 2015 
El abrazo, aquel regalo sempiterno que si bien busca reposar en el ímpetu de su propia calidez envolvente, pero que jamás lo hace porque acuse caducidad o cansancio —menos pernocta del lado más visible de nuestras ansias de emociones finitas en tanto espera alguna nueva oleada de fascinación, en el mejor de los casos—, fue el protagonista esencial del día; de cada manifestación que si bien, cada vez más la presencia de más y más grupos en el escenario diluía un tanto la emoción embargada por los primeros testimonios: ardían de júbilo sin embargo, en sus propios meollos concéntricos, cada uno de los grupos afortunados de haber recuperado o hallado al fin la chispa faltante en esa lumbre que la noche muy acuciosa y ávida esplende en tanto el ojo de la mirada perenniza.

Convergencia

Hay siempre una madre que espera, tras cada quiebre trascendental que experimenta la humanidad apremiada por las demandas que le hace la existencia a su paso por el mundo; madres que desde lo más sensible y significativo de su prodigar infinito, su raíz —fundamento guía que da sentido, fortaleza y altura a la vida—, en cuya generosidad descansa toda una gran necesidad de retribución dispuesta de resurgir, sanar y regenerar, siempre se inclinarán por la vigilante espera antes de cada nuevo retomar del ciclo de vida: cuando las aguas sacadas de su curso por la erosión de su márgenes la hayan dirigido peligrosamente entre pedregales secanos o llevado hasta rincones donde una ausencia atroz de declives desde donde desfogar tanto estanco, monotonía y pertinacia, junto con sus emanaciones a aridez y empantano, empoce también la hartura y la necesidad del nuevo punto medio.

Tal y cual son irradiados los cambios concienciacionales a partir de alguna semilla imperecedera que muy paciente y precavida esclerotizó debidamente su endocarpio a la espera de las condiciones ambientales propicias para germinar, con la inverosimilitud de su sola presencia —inesperada en cierta forma al biosistema imperante en su ahora nuevo entorno nomotético—, como propulsora, y una fortaleza diametral y longitudinal irradiando confianza entre ondeos de entereza y henchido de tegumentos —elementales en toda dulce espera, sin olvidar cada condición individual que una presencia insólita es capaz de imponer como subsistema propio—: una nueva formación consanguínea afín también acusa presencia ante el arraigo de la nueva hijuela: el injerido, aquel nuevo ente argumentativo no solo usufructuario del nuevo biosistema, sino y sobretodo porfiado argüidor de la nueva estancia, y celoso guardián, en cuya diseminación especulativa es inevitable que intervenga aquel pajarito semillero y su gran red trepidadora virtual; y hay que decirlo, en gran parte ayudado también por otra gran obstinación —esta vez forzada y disentida—, de las huestes conservadoras, más concentrados en sus evocaciones y sus inmunidades; en sus cifras, en sus estadísticas y en las conjeturas de su propia supervivencia basada en ese ‘yo compro’ presuntuoso y ausente de toda significación humanística, así como en su visión trunca y una interpretación desfigurada de conceptos como el derecho, el privilegio, la autoridad —todos tranzados, todos confinados—, que en desmedro de sus contrapartes, el deber, la equidad y la sumisión a leyes universales, contribuyeron a la nueva necesidad de advenimiento, aquel nuevo ecosistema racional que solo una emanación sabia como la que solo la naturaleza y lo natural son capaces de expeler , al viento no le quede más que irradiar a discreción. El resultado: aromas y visiones de optimismo tangibles en el nuevo panorama —diáfano para el ojo imbuido—, que esta vez cimentadas por la factibilidad —la gran persuasora ante el imperio de la inconsciencia inducida—, dejan atrás una otrora función meramente generadora de conciencias y equilibradora de balanzas totalitarias hacia cuya tendencia, muy sabia, o muy ladinamente —que más da en esa vorágine de la no marcha atrás—, otras opciones de la vieja guardia gobernativa unen sus nuevos enfoques—o viejos quizá—, cuando las posibilidades de alianza sirvan de contrapeso a su ya natural búsqueda de ganar, y volver a ganar contiendas, más no de merecerlas, haciendo hechos de las promesas; haciendo un mea culpa explícito y promoviendo el cambio, pero antes en si mismos —he ahí otra de las causas de tanto desafecto y el arraigo del nuevo escepticismo.

Si hemos de ser consecuentes con el futuro que se nos viene a pasos agigantados, sería ingenuo, por no decir insensato —o necio—, no proyectarse por lo menos hacia un escenario en el cual las reservas fósiles hayan sido totalmente agotadas —el mismo que seguramente no será todo lo barata ni todo lo pacífica que quisiésemos, desprevenidos como nos acercamos a sus abismos borrascosos. Ese solo posible evento ya debería ser el acicate suficiente para dar inicio cuanto antes a la transición, más allá de la identificación que nos merezca el ser humano como género; sus generaciones con derecho a la supervivencia; o la Tierra como hogar o por lo menos, como simple vestigio a ser conservado.

Tras el evento que vistiera de verde fiesta al proyecto Oasis y por primera vez fuera capaz de encarar conceptos y escenarios basados en una hasta entonces teorizante e inaplicable economía sostenible, en la que los representantes de la Unión Europea, fieles a su línea de iniciativa, fundamentaron sus avances logrados y las delinearon en su debido contexto —si tenemos en cuenta la gran dependencia de energía fósil que todavía persiste en su industria, pero con una consciencia clara e imperiosa también de, de una vez por todas, dar inicio a una transición formal que frene el avance implacable del cambio climático—, una repercusión en cadena, que a la par de la función “maqueta viva” del proyecto propone trasponer espacios y abrir trochas en un nuevo concepto global gracias a ese principal legado de la propia globalización, el flujo de la información, logra lo impredecible: hacer que la problemática del cambio climático como agenda global cobre una vitalidad inusitada incluso en propios sectores aledaños al conservadurismo, pero sobre todo, en los hasta entonces relegados a un modesto espacio de actividad política de los partidos verdes, firmemente apuntalados por la función abeja del activismo.

La alocución de Dinamarca fue rotunda y terminó por sosegar los miedos y desnudar y echar por la borda argucias y tergiversaciones sembradas por un statu quo que, esclavo de sus preceptos corporativos individualistas, se concluyó enfáticamente estar camino hacia el inexorable anacronismo, en esa nueva visión y esa nueva alianza de la diversidad que ha saltado la valla de un usual sentido parroquiano del término, para ir a asentarse fuertemente como apotegma también en lo político —al menos en el imago de ese nuevo matiz ciudadano que llena la fuente a grandes borbotones—; como una necesidad de reciprocidad también con las nuevas iniciáticas, los nuevos movimientos y su visión compartida de búsqueda de una nueva representación, lo menos contaminada posible con un sistema viejo e insensibilizado, cuyo arraigo, adaptación y anquilosamiento ha traído consigo también la endemia de sus lacras y debilidades, y una propagación hacia lo más esencial: el humano social y ese sentido de ciudadanía que lenta pero firmemente es carcomido por la ausencia de disyuntivas impulsadas por lo ético y lo justo que, de no serles recuperadas como alternativas viables, como la propia contaminación, solo sabrá crecer y crecer con la inercia hecha tendencia.

Ellos —los color hierba—, junto a los movimientos progresistas que si algo tienen claro es la acumulación de riqueza en unas pocas manos —lujuria pecuniaria cuya insaciabilidad escalofría— como causa principal del problema, cobran protagonismo eleccionario sucesivo en diversas partes del mundo poniendo énfasis en lo organizacional basado en la afinidad conceptuel, ya desde países tan emblemáticos como aquellos actores de los movimientos antibélicos de los 60s y 70s, como Alemania, Francia y otros como España, entre quienes, un nuevo sentido de renuncio a su excesiva permisividad ante los cambios profundos que requiere el planeta, que va más allá de un simple cambio de matriz energética —algo que un contexto de mayor responsabilidad con las estrategias globales de gobierno, en lo individual, entre tantas anomalías existentes producto de la capacidad económica de una industria fósil que ha acomodado a perpetuidad sus estructuras a la espera de la asunción al mando de cualquier tendencia, apenas sería un axioma más que regir—, así como una gran necesidad de no ser más espectadores de las repartijas de poder de dos o tres tendencias políticas que al final terminan transando con el statu quo: atizan su nueva y ordenada rebeldía, que si bien no depone la ideología o la creencia, tampoco las antepone en esa nueva ‘oleada de pensamiento’ de la búsqueda de la ruta perdida y la enmienda como requisito del cambio. Máxime, cuando la amenaza de la crisis económica causada por la parálisis del conservadurismo ante el poder del capital, parece no tener respuesta contundente en las reformas profundas puestas en evidencia —que premia y no castiga al infractor—, y la amenaza de volver a repetirse ante la vista y paciencia —y lúcida amnesia—, de todavía grandes sectores ciudadanos globales.

Pero entre tantos motivos de inspiración que paralelamente al hábitat “Valle dorado" revolucionan los propios aposentos de la turbulencia, allá en la pequeña torre; con sus movimientos verticales y horizontales efectuando roles en sus —aun cuando no firmados—, itinerario escritos; pero ambos discrepando frenéticamente también en el estilo, cuando la mano deja de ser herramienta y asume el papel de instrumento, en los cuales son el ‘on’ y el ‘off’, o viceversa, de sus horarios de activación o apagado los que asumen el compás melódico: es el interés despertado en el proyecto sostenible Oasis también como modelo paradigmático social a nivel local que de manera interna crece a ritmo acelerado, el que trastoca aun el propio común denominador de su intimidad. Empapados de una visión futura transgresora que se expande, una diseminada intensión de levantar casas de campo en los predios alrededor del proyecto y su pretendida necesidad de ser asistidos en la dotación de esa tan prodigiosa energía solar para sus viviendas, se suman a la presencia de grupos de visitantes que, cada vez con más frecuencia, buscan pasar un día de fin de semana conociendo y haciendo uso de sus espacios de cría y cultivo de especies, sin poco parecer interesarles esconder aquella vehemencia que desnuda algún interés indescifrable usualmente traído camuflado entre sus expectativas vecinales, como si desde ya, se quisiese ir levantando las estructuras de los nuevos contornos del futuro.

Cual si fuera ansiado un incentivo extra para ser colmado a plenitud algún imaginario pactado también entre las perspectivas de visita trazadas, hallar finalmente el clímax de la visión en ese azul marino de paredes, techos y ventanas que la oblicuidad del atardecer y algún hilo de nostalgia hacen más evidente, tanto entre visitantes como merodeadores —en tanto el espejismo del panorama futuro se consolida con esa notoria ausencia de cableado eléctrico sin irrumpir con su dosis de tosquedad y mala facha desde alguna parte de la calle—, al final de la tarde, cuando los rayos solares en pleno arrumo de sus pertrechos arcanos acercan más la visión a un estado visual más adyacente a la leyenda ilusoria que se teje sobre ambos fundos: un invisible pero perceptible tomarse de manos termina por empujar el dardo en una suerte de enamoramiento icástico que se encarama al respiro. De sus caminos ya vacíos; de sus aromas a pradera revoloteando al paso de algún remolino solitario; de sus rastros dejados al azar, y en particular, de sus propias sonrisas de complacencia que subyacen, en especial, entre los recodos de los trechos de herradura y sus serpenteantes y estrechos recorridos que parecen conjurar con el eco al arribo de las sombras y el cepillado del rojo dorado del atardecer.

Los paseos en bicicleta, como un presagio del futuro del ahorro de la energía y el elogio de la vida saludable que paulatina e inexorablemente nos imponen los tiempos como parte de una terapéutica previsora, son un ‘universo’ aparte que como las partes de un híbrido en toda la dimensión y función de sus atribuciones vitales fundamentales no atrofiadas, se funde y amalgama en lo natural. Una red ciclovial extendida a lo largo de Valle dorado, en un también serpentear —esta vez más geométrico y menos intuitivo—, que se inicia en el pequeño santuario del padre Juan y atraviesa longitudinalmente el fundo, no sin antes rodear o buscar algunos recovecos originales entre cada sutileza en la que logra hallar espacio el deleite visual, es la travesía en la que juntos, naturaleza y progreso, funden propósitos en el acto racional, sin la necesidad de desestimar la vigencia del acto intuitivo, para, tras haber recorrido también de palmo a palmo Huerto azul, esta vez en un itinerario más panorámico e indeliberado que sugieren las varias rutas diseñadas que se cruzan y/o fusionan entre sí en medio de una mezcla de aromas frutales que amortiguan cada aspereza del recorrido: retornar e ir a parar en la fuente Parnaso, aquel chapuzón visual pertinente que solo una larga siesta sea capaz de complementar cuando ya la noche haya verdaderamente reiniciado el ciclo motor. Pero en tanto las amplias y asequibles celdas de nuestras historias cotidianas vayan retomando su curso allá en las pampas llanas de la despreocupación y el personalismo tan arraigadas; reacomodando sus lados y espacios de nuevo a las formas rectangulares del receptáculo; amoldando sus singularidades a la horma con el peso y la masa de cada pertrecho sucesivo: un hilo adicional del sueño acaso persista esta vez, que perdure como un latido alentador de día siguiente junto a su eco, y un aliento de insaciedad se una al ya conocido aroma de complacencia que en silencio se alistaba a disiparse apenas segundos antes del amanecer.

Cristalizando uno: prerrogativas

Las determinaciones de alguna profecía que en algún encuentro coloquial entre la mirada, el recuerdo y algún resquicio de futuro hurgando probabilidades entre los vestigios del día, no lo habrían hecho mejor en ese repercutir de enunciados de la “Cita por la vida”, que junto al eco de su magistral alocución ‘perpetrada’ por Greenwood, no cesa de oscilar en medio de aquella superposición de cambios al ya apurado ritmo de crecimiento —llamémosle “dogmático”—, de Huerto azul y Valle dorado, que en desmedro de tanto expansionismo utilitario, no cesa de agregar y armonizar detalles en la estampa. Y vaya si es la pequeña torre, allá en la Casa grande, como sucede en la mayor parte de Huerto azul, la que si bien no acusa mayor modificación que aquellos cambios naturales explícitos en tono, longitud y volumen, propias de las estaciones —con sus días y con sus noches alternando roles con ese encender y apagar de luces que se agiganta al amparo de las sombras bajo la confluencia tiempo-movimiento-iniciativa; con el estado magnético de sus horarios quebrantados y vueltos a unir, cuando no de sus silencios y sus sobresaltos desafiados por algún aleteo o sacudir de plumajes que termina zambulléndose en el barullo del río apenas la línea de avanzada del astro rey hubo avisado una toma de posesión de cortinas vaticinado—: difícil es que pase desapercibido —cuando no intuido—, aquella pleamar de movimientos que ha puesto de cabeza a toda una rutina de vida que, aunque irruptora, era también pretendida peligrosamente, de ser esclerotizada ante la atónita mirada del pequeño roble de ventana, encarado como es cada segundo de su pasmosa mirada —cada milímetro de duramen que le es injertado desde su corteza—, de la falacia de la plenitud.

Y fue en un día de esos en que el paso del tiempo y aquella afluencia de teorías a ser aplicadas que virtualmente bullen en el Proyecto Oasis, que hacen que hasta el propio ritmo de crecimiento vaya adquiriendo la calidad de ‘cotidiano’, muy a pesar de que sus fisonomías —portentosas para el estándar de un día cualquiera—, sean óbice para una aceleración poco común al promedio formal propio de lo iterativo; días que hacen extrañar la gran apacibilidad de los fines de semana respecto de sus lunes a viernes de gran motividad geométrica y dinamismo: en que tal normalidad se rompiera ante la repentina llegada de aquella mujer sencilla y afable que, en un lugar que era confluencia de tantos visitantes no tendría porque haber llamado la atención como lo hiciera, salvo por esas horas de la mañana en que unos pocos moradores se recogían de los ejercicios matinales aglutinados bajo uno de los parasoles en uno de los ángulos de la cancha de futbol. ...❀ Continuará

por: Rodrigo Rodrigo

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