No hay ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente

Vivar Saudade, capítulo 2 - [Marzo 26] - Págs. 72-78

Continúa, capítulo 2: Confesiones
Nuevo ingreso: Martes 26 de marzo de 2013


Ángel guardián

Suele decirse en el argot popular, más que, con algún intento soslayado de desmitificar el dogma de la fe, como el de hacerlo más al alcance a las sensaciones humanas, tan proclives de ser terrenizados –como en aquel Tomás del más puro de los sentimientos de auto reconvención y de recapacitación humanas, pero también de sus dudas y de la nueva búsqueda que amaine la omisión de su tormento–, que, aquellos confines extrapolares de la creencia cielo-infierno de nuestras últimas tentaciones, las más insatisfechas –tantas veces pretendida de ser soslayada con apenas morigerar la intensidad de los pasos más recientes a sabiendas de que la última huella dejada sobre el suelo será la contratapa de la hoja de sitio en el currículo post orgánico humano–: están en realidad insertos en nuestra vida cotidiana del mismo modo que lo hace la figura del ángel guardián y su mirada silenciosa que desde un todo rincón invisible con vista hacia ese panorama privilegiado tan auténtico que nos da el anonimato –terreno como la propia impensación de los actos–, alza su inapreciable presencia como un muro inmanente, disuasor de fríos, de vientos y de aquellos chisporroteos iridianos que advierten la presencia de tormentas, igualmente terrenas, en nuestras vidas. 

Pero en ese contexto, de sensaciones cardinales y de perennidad nunca experimentadas de nuestras creencias más arraigadas, cuán o como sería el sufrimiento o el gozo en un proyecto de vida apenas imaginado, despojados ya de aquellos indicadores o límites de resistencia con los cuales decir basta aunque sea por única vez en nuestras vidas –aunque para fines de la eternidad de nada sirva–, desguarnecidos por siempre de ese delineador de siluetas a la luz del sol o del movimiento partiturizado a la luz del neón, que es el cuerpo, y tanta confianza nos inspirara en pleno usufructo de sus veleidades; y qué de sus estremecimientos y estigmas auto infringidos para dar justificación a esas sensaciones, una vez reseco el tegumento y entumecidos los poros. 

El mismo día de visita a la pequeña estancia de Gaspar y Camelia, aquel peculiar ‘paraíso’ individual en plena tierra con el cual cada quien racional completa su propio rompecabezas de vida en la intimidad, –más acogedora de lo imaginado desde ese punto de vista austero de su habitador, análogo a sus pasiones por la hoja en planta y en celulosa, como por su afinidad en la búsqueda de correlación y sobretodo, conexión, con ese apenas abrir de ventanas que enciende y almizcla cada noche que termina–, inevitablemente extendida más allá de aquel ‘par de horas’ propuesto a sí mismo por el propio Jacinto: con la otoñal tarde intensando ya sus picos inaugurales de invierno entre la ropa ligera de temporada pospuesta, llevó finalmente a éste, ante el compromiso contraído días antes con Mala –la María Layla de sus hoy impensadamente ajenos pensamientos más cotidianos; la de las espinas y la última fogata Azul en el jardín; la incipientemente especulada mistura fragante en mano piadosa, y cuantos otros epítetos faltantes–: de visitar el precario albergue improvisado para los merodeadores de la calle en una vieja casona abandonada, apenas a un par de puentes de recorrido visual del “Cementerio de elefantes”, y a otros no pocos del estremecimiento e impalpable abrigo que a la distancia, las tenues luminiscencias de algunas de sus ventanas provocan, en especial, en las frías noches invernales de campo abierto. 

Denominada así por los propios trajinadores del sereno en un afán de justificar distancias hacia un lugar que, pese a la calidez corporal y espiritual que inspiran sus gruesos muros, sus ajetreados huesos parecen advertir un primer paso a esa tan temida ruta final que la piel presiente –y resiente–: “Purgatorio”, es un improvisado aunque ordenado lugar de reposo ‘regentado’ por el padre Juan, un viejo disidente eclesiástico cuya vida ‘excesivamente pulcra y ordenada’ para los tiempos de la apariencia y la interpretación excesivamente antropomórfica que padece hoy la palabra, en un acto de rebeldía muy distintivo pero a la vez de bastante repercusión y admiración despertada, alzándose por sobre todo acto taxativo meramente clerical –humano–, se ha negado a quitar de su nueva biografía ‘laica’ y franca, el hábito –su piel–, habiendo dejado de manera simbólica a la intemperie, como un listón a su lealtad y persistencia, la gruesa capucha parda con que perennizar un peso propio y ajeno a sus espaldas, dejándola asomar sobriamente sobre el más casual de los atuendos que le tocare llevar en ese llano ahora más lleno de puertas que nunca, pero también de cerrojos destrabados, de adhesiones y de hermandades en el más aséptico de sus estados de comparecencia. En aquel sombrío lugar de no más de 200 metros cuadrados adonde, comenzando por el espacio –la mayor parte de este colmado de catres reciclados de otros nosocomios modernizados–, todo parece faltar, rebasa sin límite toda sensibilidad humana que tras una simple y raída pared se puede esconder, apartada de la mirada usualmente inadvertida del ser común y de sus rutas pocas veces tentadas por el azar. 

Acaso con un ánimo de que el interés naciera de su parte de manera espontánea, más de una vez fue esta morada tangencialmente mencionado en La Huerta azul por los inefables ‘Peinaditos’, refiriéndose al albergue como “El microbús”, aunque nunca como Purgatorio o Purgatorum, tal cual el título que reza ahora sobre un raído cartel a la entrada como una invocación materializada que le añade un peso adicional a la pena que siente Jacinto, de no haber sido más perspicaz, aunque tanto le regocije advertir tal presencia de seres predilectos por el mensaje de la doctrina que profesan, y que, más allá del pregonar llano de los proscenios parlantes y la inexpresiva mudez de los sillones trono, cogen la piedra en vilo y la llevan al verdadero cauce. Seres no necesariamente fastuosos de atavío que como tal, tampoco reflejan necesariamente el calor de un alma, a veces –o muchas–, excesivamente sobrestimada tal cual el doro y el platinado explícito de muchas cubiertas mundanas. Seres como la natural sonrisa con la que la dulce Mala le da la bienvenida superponiendo su satisfacción por sobre cualquier rezago de desasosiego que sus horas de retraso evidenciaran en algún momento. 

Si bien es mucho más de lo que alguna alma desposeída puede aspirar en algún momento de su vida –aunque más útil le resultara recibirla algunas millas atrás de esa meta final, que es como a la mayoría de los pacientes le sabe aquel alto en su camino–, el ambiente de ‘provisional’ que parece leerse en cada rincón del amplio recinto en el cual, la presencia de apenas algunos voluntarios que pugnan por multiplicarse para tratar de paliar cada descarnado lamento que se pierde en aquel laberinto de llamados o simples e instintivos quejidos que el dolor atiza: parecen darle a la escena ese toque tan humano, tan complementario como la propia esperanza que como un fulgor repentino sobre el mar tormentoso, solemos abrigar –así tan provisionales–, en los momentos más aciagos de nuestras vidas. 

Poco hay que decir ante la crudeza de un cuadro que tan intempestivamente ha puesto en alerta a todos los sentidos, y aunque durante algunos momentos lo intentara en el largo trecho que los separa de la pequeña habitación adonde el padre Juan medita, calla también Mala, ganada por esa expresividad que el panorama y las enormes sombras apuradas de sus paredes raídas ayudan a hacer más dantesco. Apenas sonríe con una mueca forzada cada vez que su mirada se encuentra con la de Jacinto, provocando –cada vez–, un único pensamiento entrambos: la mutua fortuna de haber cruzado caminos, tal cual lo hace el blanco semblante suyo que acentúa su matiz en cada percibir de albores de quienes a su vez parecen revitalizarse en su cada asentir de saludo, con una venia que no esconde ni menosprecia nada en ese torbellino de ‘ires y venires’ blancos de las no más de una decena de personas, todas espontáneas que, si alguna credencial han perdido en su todo ganador en los interiores de este pequeño sanatorio, son las prerrogativas jerárquicas de su cada mundo exterior. 

Con un pequeño lápiz haciendo las veces de martillo sobre su pequeña calva en pleno centro de su cabeza cana cual si quisiera apurar de golpe alguna solución distante, pero con tan buen ánimo, insospechado para la situación atropellada que se vive apenas a unos pasos de su viejo pupitre rescatado de una noche de quemas de junio, sorprende aun más la alegría y gran docilidad con la que la pequeña comitiva es recibida por el pequeño hombre que, al parecer aferrándose a un lazo con que afianzar su identidad que se resiste a abandonarlo, un “Ave María purísima…” toma desprevenido a Jacinto, siendo asistido por Mala que prestamente da un paso delante suyo completando el saludo inquirido. 

«No son quejas las que oyes hijo_ le dice a Jacinto en inconfundible acento Español aprendido el no poco intuitivo hombrecito de tupida barba ‘arrasada’, ensombrecida en un grado adicional por la escasa lumbre, ante el agudo lamento que ha puesto a todos con vista hacia la puerta_, es la expresión de la vida sentida tal por primera vez. Si bien en condiciones nada calculadas que pudieran augurar mayores certezas de su condición, con una innegable seguridad sí, de por primera vez, sentirse de la mano de alguien aunque se trate de la etapa más escarpada en sus vidas. Es la eterna condición humana predeterminada por la negación como blindaje ante la siempre oportuna justificación del hecho consumado, tan grueso que pretenda soslayar el remordimiento que como un remedio no administrado subyace como hilo latente en la consciencia, no siempre hecha en caso por ‘inoportuna’, en el mejor de los casos», acota desbordando solo receptividad y confianza en su semblante, en cuya sonrisa parece tener tatuado la palabra bienvenida

«Y la también eterna, inmerecida inadvertencia y privación entre quienes mayor predisposición muestran al acto de entrega, aunque, conociendo como conozco esa condición, jamás me atrevería a pronosticar un resultado si acaso la abundancia emergiera de pronto entre nosotros_ continúa el padre Juan deteniendo un instante su mirada en la más lejana tenuidad del cielo raso_. Sin embargo, aquí donde todo parece faltar, bulle más el regocijo cada vez que haya de dar de alta a un paciente, lográndose finalmente, de tanto confluir y henchir, materializar en cada rostro del voluntariado la complacencia y aquel paternal sonreír del silencio»

Y se hace inútil para Jacinto no trazar desde aquel ‘ningún lugar’ a apenas un par de cuadras de camino desde el puente de piedras, una ruta imaginaria entre este verdaderamente pequeño purgatorio –tan poco apartado como para no despertar al menos una sonrisa entre quienes distraídamente deambulan su acera y leen el nombre a la entrada–, y aquel delta expatriado del “loro hablador” tantas veces imaginado, y quien sabe entre cuantos otros caminos desolados sin más susurros que el acuoso trepidar de las piedras del río; sin más abrazo aunque sea lejano, que el hombro de su propia sombra excesivamente alargada como el peso tocado de soportar; pero tan multitudinarios como aquella lejanía de sus fuentes de luz que hoy, como siempre –o más que ella–, han de acusar ausencia y presencia en ese incesante aire rasante y helado de sus noches de urgencia. 

«Estos tuvieron suerte, a pesar de todo, pero cuantos no lo tendrán sin que la fatalidad tenga necesidad de siquiera hacer acto de presencia formal», piensa Jacinto mientras en un breve recorrido de sus ojos, estos van a parar y se detienen en una tenue pero dominante luz que se filtra desde el tejado y como un delineador fosforado resalta dándole un tono esmeralado, los bordes del pequeño sagrario al final del estrecho pasadizo. 

« ¿Conoces el verdadero color de la luz, la de la esperanza o de la simple radiancia que mueve nuestra fe?_ replica de pronto Juan, consciente de cada detalle que se suscita en la habitación_. Nos hemos llenado de perfiles y de apariencias; de imágenes y de semejanzas  de indudables in certezas, creyéndonos centro de atención –o de atracción- en un universo vasto y desconocido: y acaso sea el preceptor menos intenso que nuestras propias ostentosidades; menos conductor y más facultativo, pero menos complaciente también de lo que nuestras propias arbitrariedades aspirasen tener_ hace una pausa y tras un profundo espiro acota_, yo prefiero imaginar, porque así se ha permitido ingerir mi intuición de tanto cohabitar con mi fe, en ese verde lumbre que parece palpitar o respirar –u oír– allá arriba: al color visible; al aura del verdadero interlocutor y orfebre de las más pequeñas composturas divinas…», vuelve a hacer una pausa, esta vez un tanto más larga que la antecedida sin que nadie se atreva a interrumpir, en tanto, encaminados dócilmente por una extraña fuerza, fijan todos sus miradas en ese final de cielo raso penetrantemente averdolado en su meollo, que la lobreguez de la estrecha habitación resalta aún más. 

«Uno aprende a oír a su interior, a alimentarlo de lectura y más lectura para no pecar de predestinado o petulante irradiador de palabras sesgadas por la obnubilación de ser depositarios,  también de un poder divino. Allá nuestros predecesores receptores de tamaña responsabilidad, pero de tamaña tarea también con que lidiar aquella verdadera incredulidad y la más pura motivación al verdadero escarmiento, tan adyacentes con la también verdadera expiación y la verdadera conciliación y santidad. Todo lo posterior es simple y llano acto de supervivencia a nuestros más recónditos sentimientos humanos de dominancia y sumisión, y por sobretodo, de supervivencia aun a costa de la verdadera palabra que, si ya lo aleja de nuestra identidad creyente humana, lo hace mucho más de la divina». 

«La fidelidad, hijo mío, y esa profunda tolerancia que tanto nos inculcara el enviado, es fundamental para alimentar a las masas leales en tiempos de escasez, no solo en lo divino, en todo sentido en la que sea la didáctica axioma imprescindible de la afirmación. Pero, de haberse extraviado el camino a esa fidelidad, como hacerlo con quienes ya resintieron sus oídos ante la recitación cada vez más infecunda de un verso escrito a mano alzada, o en el más desleal de los actos, acomodado lo más cadente de su sonido, a la tonada y ritmo del vulgo con tal de perpetuar el quórum sermonístico. Y qué decir del increyente, que halla en las taras jerárquicas más teoristas y más insolidarias que nunca, cuando adoptan posturas encubridoras, parametrizantes o discriminadoras, el chivo expiatorio para sus decisiones acaso fundamentadas, que más da por otras razones ajenas que el propio fundamento no sea capaz de confrontar». 

Y una vez más aquellas imágenes del pequeño sagrario improvisado por Eliseo y Emiliana en el nimbar adyacente a Huerta azul, cuando no, omnipresente como el tapiz iris de sus pensamientos, entrecruzan reverberos con aquel pequeño y casi imperceptible haz de luz verde espléndido que se filtra desde el tejado, en tanto, la figura del pequeño padre Juan que parece extraviar su mirada en la tenuidad del pequeño pasadizo hacia la gran y única sala de postrados, se superpone inevitablemente a esa reiterada reminiscencia, en especial de parte de Emiliana, para cuando la ermita fuera culminada. Quisiera decirle Jacinto aquello que tanto le insistiera ésta, no olvidar, pedirle ser conductor de la misa de inauguración de ese pequeño corazón latente alojado como un bálsamo al sudoeste de Pueblelo ya en plena acción lenitiva, o porque no, en el más entrañable de los ideales materializados de una admiración que ‘peligrosamente’ también él comienza a sentir, hacer de aquel la nueva morada de sus domingos proscritos, seguramente añorados: pero calla temeroso de interrumpir algún cabo no auscultado de sus reflexiones reflejado en esa mirada todavía suspensa del padre Juan. 

«Uno se acostumbra a hacer de la obediencia una forma de vida hijo_ replica de pronto el padre Juan, y cual si aquel extremo que los uniera fuese a estas alturas un nudo entrelazado de pensamientos compartidos entre los tres presentes, así lo demostrarían las cejas de Mala graciosamente alzadas de pronto en subibaja denotando sorpresa, continuaría éste dando respuesta tácita a su interrogante_, y diera la impresión que pese a todo, la voz del “extraviado” es en cierta forma el conducto por el cual la palabra intenta ser escuchada cuando, aunque efímera, es la mordaza y no el verbo la razón de su mudez repentina, en una pretensión taxativa de que los puntos suspensivos no denoten vacío en vez de silencio». Calla una vez más Juan, solo para volver a arremeter con mayor énfasis. 

«Sin embargo en medio de estos tres puntos de clara predilección por el infinito, no puede el silencio callar en perpetuo o la palabra callaría lo suficiente para que el diablo cumpla su cometido. El demonio, de especial predilección por las alturas, o sus cercanías; aquel que puede adoptar la más sutil de las figuras, lo dijo el mesías, y lo vivió en carne propia en pleno desierto: puede estar más cerca de lo que pensamos nosotros, y más cerca también de su objetivo; de su toma de Troya. Entonces como ser fiel y leal con la palabra y callar y omitir a la vez su mensaje, en tanto quien pudiera ser la reencarnación del mal se robustece cada vez más con su mensaje de discordia, discriminación, intolerancia, avaricia, complicidad, impunidad, y todos los males del alma escondidos en una falsa apacibilidad de leguleyos ojos. ¿Esperamos que cual estruendo divino la más alta prelatura se libere de pronto de sus propias ataduras y asistido por el sonido y la luz haga a un lado a alguna secta  esfínter de la fe que lo tenga de rehén?_ hace una nueva pausa visiblemente tocado, para proseguir tras profundo respiro_. ¿O persistimos a cuenta propia, que al ser espontánea es cuenta a la vez, del amor, de la armonía, la inclusión, la tolerancia, la humildad y la búsqueda de justicia y equidad que hizo práctica y no solo sermón Cristo, y son en suma el fundamento de su doctrina? No hay barca que se hunda si en vez de desconcierto e inmovilidad que le añade lastre al peso corporal, hacemos filas espontáneas de cubetas y martillos desde el más remoto rincón de nuestras voluntades». 

Fue como si un hálito de aire fresco y puro se colara de pronto entre las ventanas apenas abiertas del bochorno y el acentuado olor a naftalina y pared salitrada del encierro. «Cuanto ganaría la Iglesia_ piensa entonces Jacinto_, si en vez del verso aprendido, repetitivo y como tal privado de lo más esencial de ese todo audible que es la emoción, oyéramos más un tono brotado desde lo más recóndito de la sinceridad, adonde, no solo sea el feligrés el ágape de las culpas de nuestras desorientadas rutas, sino y sobretodo el guía aquel, que siendo el portador de la lumbre en plena oquedad, no pocas veces interpone el cuerpo ante el candil cada vez que en la ruta, en algún recodo de la miseria humana que es cuando más luz requieren los ojos, algún cirio apagado denota la presencia desgraciada de algún acólito apenumbrado hasta el alma». 

«La práctica hijo mío, hace del uso y costumbre, ley_ continúa Juan, sacando repentinamente de sus abstracciones a Jacinto_, y como ley es el fundamento, si bien distorsionado por una interpretación excesivamente terrena, solo convirtiendo en lumbre aquella chispa que el demonio pretende convertir en caricatura y extinguir, devolveremos la brasa al verdadero caldero y quien sabe, en el ínterin, se percate también el alto prelado y logre poner a buen recaudo un atuendo que hoy bien pudiéramos inferir, ha aceptado los dados y las manos profanas que marranas posan su halo avárico sobre sí, en tanto un torso desnudo, allá arriba, apenas a un levantar de miradas de esa, en verdad, separación que la vacilación rubrica, compungida languidece, apenas pronunciada la primera palabra, repitiéndose en silencio, una y otra vez como el eco del martilleo que aún retumba en su alma, sin animarse a musitar la siguiente». 

«Ojalá supieran los hipotéticos aires nuevos, que somos muchos_ dice el padre Juan intensando la palidez de su semblante _, los que esperamos ese acto de reconversión divina que rompa al fin el grillete que lo aprisiona, y junto a él, a todos nosotros, y habiendo antes hecho escombros en su corazón, de los muros de la posada hipotecada por el opus nummos del poder humano, dispuestos estamos de seguirle camino de algún rincón humilde al pie de algún Gólgota de nuestros más recónditos sentimientos de enmienda adonde, un solo de gruesos sudores sellaran los nuevos lazos del pacto olvidado, allí, sobre los nuevos cimientos de nuestra fe reencontrada». 

Calla Juan, como ese silencio que enmudece de pronto la arboleda e invita a callar también al ave; apenas por un instante; temeroso de que tanto por decir no se pierda en ese bosque de pensamientos que abarrotan su alma repentinamente devuelta al ruedo de la elocuencia y la escucha –a veces tan difíciles de confluir por antagonismo–, y, rota ya la cuota de silencio forzado, como un suave gorjeo de viento dócilmente acomete los oídos de Mala y Jacinto. 

«”A Dios lo que es de Dios”_ vuelve a acometer Juan_. Lo dijo el unigénito, pero tal parece que aun estando escrito nos resistiéramos a asimilar. Como si esperáramos que aquello que únicamente a nosotros compete revertir como césares de la irreflexión y la impetuosidad del acto con el que actuamos, dispensados por la jerarquía y el grado subordinación generado entorno, aun eso, fuese tarea del espíritu reformar. Con el perdón del término, la pregunta cae entonces como un estruendo inaudible en nuestros oídos ¿Qué demonios entonces nos compete a nosotros como seres humanos falibles que somos; como hijos desobedientes que ni siquiera el llanto a estas alturas es capaz de asistirnos a darnos una coartada?» 

«Hubo una vez un buen hombre, sencillo y de buenas maneras pensantes; acaso por eso no fuera oído por una raza monárquica que desde la relucencia del pan de oro de sus ribetes mundanos, desde siempre desdijeron también del manto su origen de sencillez y humildad; quien, tras poner el dedo en la llaga, con la misma intransigencia y excusa sanedrinezca con la que una vez fuera hecho oídos sordos el propio enviado, y entregado a las garras de la turba irreflexiva azuzada por la intransigencia: apenas salvando las distancias divinas, hubo de poner entonces para ser oído, a buen recaudo sus ideas de renovación y aires de renacimiento fuera de los muros de ese bunker en que ha sido convertido el catolicismo. Pregunto: ¿cuanto puede costar, si es que hay un costo y no ese rédito inmediato que solo la confianza es capaz de otorgar, renovar la Iglesia –por si la palabra reforma es causa de estremecimientos–, desde el atrio principal de nuestras conciencias que es adonde radica el menoscabo? ¿Hoy que tenemos todos los elementos disponibles para determinar que no hay más sótanos que resistan nuestra caída meteórica, pero en cuya proeza no sean los de siempre; los que nunca hayan levantado su voz o extendido el índice de sus conciencias; quienes, sin ninguna o muy poca disposición o sentimiento de la enorme necesidad de disloque que requiere el tema, sean encomendados a dirigir tamaña  misión?». 

«La túnica, hijo mío, cuanto más sencilla y pulcra, más difícil es de llevar, sin que sea el honrado de tan honda misión, tentado de ponerle algún ribete u otro y otro más, que lo diferencie del prójimo, siempre en mayor alegoría superficial. Solo recordemos cuanto Cristo enfatizó en un reinado que no era de nuestro mundo, sin embargo la capa y la corona refulgente están a la orden del día en nuestros pensamientos más cotidianos cual si lo fuera, para, tras esa imagen profundamente humanizada, mimetizar el sermón, la oración y la promesa impráctica. Que su venida era para lavar el pecado de, asumimos todos los pecadores: empero, si en algo somos enfáticos es en discriminar ese derecho a tal acto de entrega e indulgencia». 

«“Siempre que os sintáis extraviado, volved a la fuente tantas veces como las piedras de las orillas tornen en herrumbre, ella sabrá guiaros por el torrente seguro” dice él en una de sus parábolas. ¿Qué nos impide una acción de tan magna sencillez? ¿Desaliento; temor a la hebilla agregada a nuestras sandalias; a los restos de herrumbre en sus plantas? Pues saquémonoslos y recaminemos a flor de piel que hasta las piedras rodadas están de tanta agua viva que recorren eternas sus cantos». 

Calla una vez más Juan, largamente, cual si quisiera que aquellos puntos suspensivos con los que el discurso espera convertirse en acto, hablaran de pronto. Calla en tanto sus ojos rejuvenecidos de repente, opuestos ante la tenue luz del par de cirios en el fondo del sagrario, se zambullen en las profundidades de un imaginario que sabe lejos está de suceder, aunque, allá en la superficie de sus precipicios más inescrutables –adonde el escepticismo más que la propia convicción son culpables del entumecimiento–, tanto se afane el madero en acentuar su brillo, resaltando en su sobrio tallado a manos de algún ebanista virtuoso, ese toque de prelación tan humano que despierte una predisposición compartida, humilde, que inspire confianza, y mancomunidad…continuará

Por Rodrigo Rodrigo


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