Nuevo ingreso: Martes 26 de marzo de 2013
Ángel
guardián
Suele decirse en el argot popular, más que, con algún
intento soslayado de desmitificar el dogma de la fe, como el de hacerlo más al
alcance a las sensaciones humanas, tan proclives de ser terrenizados –como en aquel
Tomás del más puro de los sentimientos de auto reconvención y de recapacitación
humanas, pero también de sus dudas y de la nueva búsqueda que amaine la omisión
de su tormento–, que, aquellos confines extrapolares de la creencia cielo-infierno
de nuestras últimas tentaciones, las más insatisfechas –tantas veces pretendida
de ser soslayada con apenas morigerar la intensidad de los pasos más recientes
a sabiendas de que la última huella dejada sobre el suelo será la contratapa de
la hoja de sitio en el currículo post orgánico humano–: están en realidad insertos
en nuestra vida cotidiana del mismo modo que lo hace la figura del ángel
guardián y su mirada silenciosa que desde un todo rincón invisible con vista
hacia ese panorama privilegiado tan auténtico que nos da el anonimato –terreno
como la propia impensación de los actos–, alza su inapreciable presencia como un
muro inmanente, disuasor de fríos, de vientos y de aquellos chisporroteos iridianos
que advierten la presencia de tormentas, igualmente terrenas, en nuestras
vidas.
Pero en ese contexto, de sensaciones cardinales y de
perennidad nunca experimentadas de nuestras creencias más arraigadas, cuán o
como sería el sufrimiento o el gozo en un proyecto de vida apenas imaginado, despojados
ya de aquellos indicadores o límites de resistencia con los cuales decir basta aunque
sea por única vez en nuestras vidas –aunque para fines de la eternidad de nada
sirva–, desguarnecidos por siempre de ese delineador de siluetas a la luz del
sol o del movimiento partiturizado a la luz del neón, que es el cuerpo, y tanta
confianza nos inspirara en pleno usufructo de sus veleidades; y qué de sus estremecimientos
y estigmas auto infringidos para dar justificación a esas sensaciones, una vez
reseco el tegumento y entumecidos los poros.
El mismo día de visita a la pequeña estancia de
Gaspar y Camelia, aquel peculiar ‘paraíso’ individual en plena tierra con el cual
cada quien racional completa su propio rompecabezas de vida en la intimidad, –más
acogedora de lo imaginado desde ese punto de vista austero de su habitador, análogo
a sus pasiones por la hoja en planta y en celulosa, como por su afinidad en la
búsqueda de correlación y sobretodo, conexión, con ese apenas abrir de ventanas
que enciende y almizcla cada noche que termina–, inevitablemente extendida más
allá de aquel ‘par de horas’ propuesto a sí mismo por el propio Jacinto: con la
otoñal tarde intensando ya sus picos inaugurales de invierno entre la ropa
ligera de temporada pospuesta, llevó finalmente a éste, ante el compromiso
contraído días antes con Mala –la María Layla de sus hoy impensadamente ajenos
pensamientos más cotidianos; la de las espinas y la última fogata Azul en el
jardín; la incipientemente especulada mistura fragante en mano piadosa, y cuantos otros epítetos faltantes–: de
visitar el precario albergue improvisado para los merodeadores de la calle en
una vieja casona abandonada, apenas a un par de puentes de recorrido visual del
“Cementerio de elefantes”, y a otros no pocos del estremecimiento e impalpable
abrigo que a la distancia, las tenues luminiscencias de algunas de sus ventanas
provocan, en especial, en las frías noches invernales de campo abierto.
Denominada así por los propios trajinadores del
sereno en un afán de justificar distancias hacia un lugar que, pese a la
calidez corporal y espiritual que inspiran sus gruesos muros, sus ajetreados
huesos parecen advertir un primer paso a esa tan temida ruta final que la piel
presiente –y resiente–: “Purgatorio”, es un improvisado aunque ordenado lugar
de reposo ‘regentado’ por el padre Juan, un viejo disidente eclesiástico cuya
vida ‘excesivamente pulcra y ordenada’ para los tiempos de la apariencia y la
interpretación excesivamente antropomórfica que padece hoy la palabra, en un
acto de rebeldía muy distintivo pero a la vez de bastante repercusión y admiración
despertada, alzándose por sobre todo acto taxativo meramente clerical –humano–,
se ha negado a quitar de su nueva biografía ‘laica’ y franca, el hábito –su
piel–, habiendo dejado de manera simbólica a la intemperie, como un listón a su
lealtad y persistencia, la gruesa capucha parda con que perennizar un peso
propio y ajeno a sus espaldas, dejándola asomar sobriamente sobre el más
casual de los atuendos que le tocare llevar en ese llano ahora más lleno de
puertas que nunca, pero también de cerrojos destrabados, de adhesiones y de hermandades
en el más aséptico de sus estados de comparecencia. En aquel sombrío lugar de
no más de 200 metros cuadrados adonde, comenzando por el espacio –la mayor
parte de este colmado de catres reciclados de otros nosocomios modernizados–,
todo parece faltar, rebasa sin límite toda sensibilidad humana que tras una
simple y raída pared se puede esconder, apartada de la mirada usualmente inadvertida
del ser común y de sus rutas pocas veces tentadas por el azar.
Acaso con un ánimo de que el interés naciera de su
parte de manera espontánea, más de una vez fue esta morada tangencialmente
mencionado en La Huerta azul por los inefables ‘Peinaditos’, refiriéndose al albergue
como “El microbús”, aunque nunca como Purgatorio o Purgatorum, tal cual el
título que reza ahora sobre un raído cartel a la entrada como una invocación
materializada que le añade un peso adicional a la pena que siente Jacinto, de
no haber sido más perspicaz, aunque tanto le regocije advertir tal presencia de
seres predilectos por el mensaje de la doctrina que profesan, y que, más allá
del pregonar llano de los proscenios parlantes y la inexpresiva mudez de los
sillones trono, cogen la piedra en vilo y la llevan al verdadero cauce. Seres
no necesariamente fastuosos de atavío que como tal, tampoco reflejan
necesariamente el calor de un alma, a veces –o muchas–, excesivamente
sobrestimada tal cual el doro y el platinado explícito de muchas cubiertas
mundanas. Seres como la natural sonrisa con la que la dulce Mala le da la
bienvenida superponiendo su satisfacción por sobre cualquier rezago de
desasosiego que sus horas de retraso evidenciaran en algún momento.
Si bien es mucho más de lo que alguna alma
desposeída puede aspirar en algún momento de su vida –aunque más útil le
resultara recibirla algunas millas atrás de esa meta final, que es como a la
mayoría de los pacientes le sabe aquel alto en su camino–, el ambiente de ‘provisional’
que parece leerse en cada rincón del amplio recinto en el cual, la presencia de
apenas algunos voluntarios que pugnan por multiplicarse para tratar de paliar
cada descarnado lamento que se pierde en aquel laberinto de llamados o simples e
instintivos quejidos que el dolor atiza: parecen darle a la escena ese toque
tan humano, tan complementario como la propia esperanza que como un fulgor
repentino sobre el mar tormentoso, solemos abrigar –así tan provisionales–, en
los momentos más aciagos de nuestras vidas.
Poco hay que decir ante la crudeza de un cuadro que tan
intempestivamente ha puesto en alerta a todos los sentidos, y aunque durante
algunos momentos lo intentara en el largo trecho que los separa de la pequeña
habitación adonde el padre Juan medita, calla también Mala, ganada por esa
expresividad que el panorama y las enormes sombras apuradas de sus paredes raídas
ayudan a hacer más dantesco. Apenas sonríe con una mueca forzada cada vez que
su mirada se encuentra con la de Jacinto, provocando –cada vez–, un único
pensamiento entrambos: la mutua fortuna de haber cruzado caminos, tal cual lo
hace el blanco semblante suyo que acentúa su matiz en cada percibir de albores
de quienes a su vez parecen revitalizarse en su cada asentir de saludo, con una
venia que no esconde ni menosprecia nada en ese torbellino de ‘ires y venires’
blancos de las no más de una decena de personas, todas espontáneas que, si
alguna credencial han perdido en su todo ganador en los interiores de este
pequeño sanatorio, son las prerrogativas jerárquicas de su cada mundo exterior.
Con un pequeño lápiz haciendo las veces de martillo
sobre su pequeña calva en pleno centro de su cabeza cana cual si quisiera apurar
de golpe alguna solución distante, pero con tan buen ánimo, insospechado para
la situación atropellada que se vive apenas a unos pasos de su viejo pupitre
rescatado de una noche de quemas de junio, sorprende aun más la alegría y gran
docilidad con la que la pequeña comitiva es recibida por el pequeño hombre que,
al parecer aferrándose a un lazo con que afianzar su identidad que se resiste a
abandonarlo, un “Ave María purísima…” toma desprevenido a Jacinto, siendo
asistido por Mala que prestamente da un paso delante suyo completando el saludo
inquirido.
«No son quejas
las que oyes hijo_ le dice a Jacinto en
inconfundible acento Español aprendido el no poco intuitivo hombrecito de
tupida barba ‘arrasada’, ensombrecida en un grado adicional por la escasa lumbre,
ante el agudo lamento que ha puesto a todos con vista hacia la puerta_, es la expresión de la vida sentida tal por
primera vez. Si bien en condiciones nada calculadas que pudieran augurar
mayores certezas de su condición, con una innegable seguridad sí, de por
primera vez, sentirse de la mano de alguien aunque se trate de la etapa más
escarpada en sus vidas. Es la eterna condición humana predeterminada por la
negación como blindaje ante la siempre oportuna justificación del hecho
consumado, tan grueso que pretenda soslayar el remordimiento que como un
remedio no administrado subyace como hilo latente en la consciencia, no siempre
hecha en caso por ‘inoportuna’, en el mejor de los casos», acota desbordando
solo receptividad y confianza en su semblante, en cuya sonrisa parece tener
tatuado la palabra bienvenida.
«Y la
también eterna, inmerecida inadvertencia y privación entre quienes mayor
predisposición muestran al acto de entrega, aunque, conociendo como conozco esa
condición, jamás me atrevería a pronosticar un resultado si acaso la abundancia
emergiera de pronto entre nosotros_ continúa
el padre Juan deteniendo un instante su mirada en la más lejana tenuidad del
cielo raso_. Sin embargo, aquí donde todo
parece faltar, bulle más el regocijo cada vez que haya de dar de alta a un
paciente, lográndose finalmente, de tanto confluir y henchir, materializar en
cada rostro del voluntariado la complacencia y aquel paternal sonreír del
silencio».
Y se hace inútil para Jacinto no trazar desde aquel ‘ningún
lugar’ a apenas un par de cuadras de camino desde el puente de piedras, una
ruta imaginaria entre este verdaderamente pequeño purgatorio –tan poco apartado
como para no despertar al menos una sonrisa entre quienes distraídamente deambulan
su acera y leen el nombre a la entrada–, y aquel delta expatriado del “loro
hablador” tantas veces imaginado, y quien sabe entre cuantos otros caminos
desolados sin más susurros que el acuoso trepidar de las piedras del río; sin
más abrazo aunque sea lejano, que el hombro de su propia sombra excesivamente
alargada como el peso tocado de soportar; pero tan multitudinarios como aquella
lejanía de sus fuentes de luz que hoy, como siempre –o más que ella–, han de
acusar ausencia y presencia en ese incesante aire rasante y helado de sus
noches de urgencia.
«Estos
tuvieron suerte, a pesar de todo, pero cuantos no lo tendrán sin que la
fatalidad tenga necesidad de siquiera hacer acto de presencia formal»,
piensa Jacinto mientras en un breve recorrido de sus ojos, estos van a parar y
se detienen en una tenue pero dominante luz que se filtra desde el tejado y
como un delineador fosforado resalta dándole un tono esmeralado, los bordes del pequeño sagrario al final
del estrecho pasadizo.
« ¿Conoces
el verdadero color de la luz, la de la esperanza o de la simple radiancia que
mueve nuestra fe?_ replica de pronto Juan, consciente
de cada detalle que se suscita en la habitación_. Nos hemos llenado de perfiles y de apariencias; de imágenes y de semejanzas
de indudables in certezas, creyéndonos
centro de atención –o de atracción- en un universo vasto y desconocido: y acaso
sea el preceptor menos intenso que nuestras propias ostentosidades; menos
conductor y más facultativo, pero menos complaciente también de lo que nuestras
propias arbitrariedades aspirasen tener_ hace una pausa y tras un profundo
espiro acota_, yo prefiero imaginar,
porque así se ha permitido ingerir mi intuición de tanto cohabitar con mi fe,
en ese verde lumbre que parece palpitar o respirar –u oír– allá arriba: al color visible;
al aura del verdadero interlocutor y orfebre de las más pequeñas composturas
divinas…», vuelve a hacer una pausa, esta vez un tanto más larga que la
antecedida sin que nadie se atreva a interrumpir, en tanto, encaminados
dócilmente por una extraña fuerza, fijan todos sus miradas en ese final de cielo
raso penetrantemente averdolado en su meollo, que la lobreguez de la estrecha
habitación resalta aún más.
«Uno
aprende a oír a su interior, a alimentarlo de lectura y más lectura para no
pecar de predestinado o petulante irradiador de palabras sesgadas por la obnubilación
de ser depositarios, también de un poder
divino. Allá nuestros predecesores receptores de tamaña responsabilidad, pero
de tamaña tarea también con que lidiar aquella verdadera incredulidad y la más
pura motivación al verdadero escarmiento, tan adyacentes con la también
verdadera expiación y la verdadera
conciliación y santidad. Todo lo posterior es simple y llano acto de
supervivencia a nuestros más recónditos sentimientos humanos de dominancia y
sumisión, y por sobretodo, de supervivencia aun a costa de la verdadera palabra
que, si ya lo aleja de nuestra identidad creyente humana, lo hace mucho más de
la divina».
«La
fidelidad, hijo mío, y esa profunda tolerancia que tanto nos inculcara el
enviado, es fundamental para alimentar a las masas leales en tiempos de
escasez, no solo en lo divino, en todo sentido en la que sea la didáctica
axioma imprescindible de la afirmación. Pero, de haberse extraviado el camino a
esa fidelidad, como hacerlo con quienes ya resintieron sus oídos ante la
recitación cada vez más infecunda de un verso escrito a mano alzada, o en el
más desleal de los actos, acomodado lo más cadente de su sonido, a la tonada y
ritmo del vulgo con tal de perpetuar el quórum sermonístico. Y qué decir del
increyente, que halla en las taras jerárquicas más teoristas y más insolidarias
que nunca, cuando adoptan posturas encubridoras, parametrizantes o
discriminadoras, el chivo expiatorio para sus decisiones acaso fundamentadas,
que más da por otras razones ajenas que el propio fundamento no sea capaz de
confrontar».
Y una vez más aquellas imágenes del pequeño sagrario
improvisado por Eliseo y Emiliana en el nimbar adyacente a Huerta azul, cuando
no, omnipresente como el tapiz iris de sus pensamientos, entrecruzan reverberos
con aquel pequeño y casi imperceptible haz de luz verde espléndido que se
filtra desde el tejado, en tanto, la figura del pequeño padre Juan que parece
extraviar su mirada en la tenuidad del pequeño pasadizo hacia la gran y única
sala de postrados, se superpone inevitablemente a esa reiterada reminiscencia,
en especial de parte de Emiliana, para cuando la ermita fuera culminada. Quisiera
decirle Jacinto aquello que tanto le insistiera ésta, no olvidar, pedirle ser
conductor de la misa de inauguración de ese pequeño corazón latente alojado
como un bálsamo al sudoeste de Pueblelo ya en plena acción lenitiva, o porque
no, en el más entrañable de los ideales materializados de una admiración que ‘peligrosamente’
también él comienza a sentir, hacer de aquel la nueva morada de sus domingos proscritos,
seguramente añorados: pero calla temeroso de interrumpir algún cabo no
auscultado de sus reflexiones reflejado en esa mirada todavía suspensa del
padre Juan.
«Uno se
acostumbra a hacer de la obediencia una forma de vida hijo_
replica de pronto el padre Juan, y cual si aquel extremo que los uniera fuese a
estas alturas un nudo entrelazado de pensamientos compartidos entre los tres
presentes, así lo demostrarían las cejas de Mala graciosamente alzadas de
pronto en subibaja denotando sorpresa, continuaría éste dando respuesta tácita
a su interrogante_, y diera la impresión
que pese a todo, la voz del “extraviado” es en cierta forma el conducto por el
cual la palabra intenta ser escuchada cuando, aunque efímera, es la mordaza y
no el verbo la razón de su mudez repentina, en una pretensión taxativa de que
los puntos suspensivos no denoten vacío en vez de silencio». Calla una vez
más Juan, solo para volver a arremeter con mayor énfasis.
«Sin
embargo en medio de estos tres puntos de clara predilección por el infinito, no
puede el silencio callar en perpetuo o la palabra callaría lo suficiente para
que el diablo cumpla su cometido. El demonio, de especial predilección por las
alturas, o sus cercanías; aquel que puede adoptar la más sutil de las figuras, lo
dijo el mesías, y lo vivió en carne propia en pleno desierto: puede estar más
cerca de lo que pensamos nosotros, y más cerca también de su objetivo; de su
toma de Troya. Entonces como ser fiel y leal con la palabra y callar y omitir a
la vez su mensaje, en tanto quien pudiera ser la reencarnación del mal se
robustece cada vez más con su mensaje de discordia, discriminación, intolerancia,
avaricia, complicidad, impunidad, y todos los males del alma escondidos en una
falsa apacibilidad de leguleyos ojos. ¿Esperamos que cual estruendo divino la
más alta prelatura se libere de pronto de sus propias ataduras y asistido por
el sonido y la luz haga a un lado a alguna secta esfínter de la fe que lo tenga de rehén?_ hace
una nueva pausa visiblemente tocado, para proseguir tras profundo respiro_. ¿O persistimos a cuenta propia, que al ser espontánea es
cuenta a la vez, del amor, de la armonía, la inclusión, la tolerancia, la
humildad y la búsqueda de justicia y equidad que hizo práctica y no solo sermón
Cristo, y son en suma el fundamento de su doctrina? No hay barca que se hunda
si en vez de desconcierto e inmovilidad que le añade lastre al peso corporal,
hacemos filas espontáneas de cubetas y martillos desde el más remoto rincón de
nuestras voluntades».
Fue como si un hálito de aire fresco y puro se
colara de pronto entre las ventanas apenas abiertas del bochorno y el acentuado
olor a naftalina y pared salitrada del encierro. «Cuanto ganaría la Iglesia_ piensa entonces Jacinto_, si en vez del verso aprendido, repetitivo y
como tal privado de lo más esencial de ese todo audible que es la emoción,
oyéramos más un tono brotado desde lo más recóndito de la sinceridad, adonde,
no solo sea el feligrés el ágape de las culpas de nuestras desorientadas rutas,
sino y sobretodo el guía aquel, que siendo el portador de la lumbre en plena
oquedad, no pocas veces interpone el cuerpo ante el candil cada vez que en la
ruta, en algún recodo de la miseria humana que es cuando más luz requieren los
ojos, algún cirio apagado denota la presencia desgraciada de algún acólito
apenumbrado hasta el alma».
«La práctica
hijo mío, hace del uso y costumbre, ley_ continúa
Juan, sacando repentinamente de sus abstracciones a Jacinto_, y como ley es el fundamento, si bien distorsionado
por una interpretación excesivamente terrena, solo convirtiendo en lumbre
aquella chispa que el demonio pretende convertir en caricatura y extinguir,
devolveremos la brasa al verdadero caldero y quien sabe, en el ínterin, se
percate también el alto prelado y logre poner a buen recaudo un atuendo que hoy
bien pudiéramos inferir, ha aceptado los dados y las manos profanas que
marranas posan su halo avárico sobre sí, en tanto un torso desnudo, allá
arriba, apenas a un levantar de miradas de esa, en verdad, separación que la
vacilación rubrica, compungida languidece, apenas pronunciada la primera
palabra, repitiéndose en silencio, una y otra vez como el eco del martilleo que
aún retumba en su alma, sin animarse a musitar la siguiente».
«Ojalá
supieran los hipotéticos aires nuevos, que somos muchos_
dice el padre Juan intensando la palidez de su semblante _, los que esperamos ese acto de reconversión
divina que rompa al fin el grillete que lo aprisiona, y junto a él, a todos
nosotros, y habiendo antes hecho escombros en su corazón, de los muros de la
posada hipotecada por el opus nummos del poder humano, dispuestos estamos de
seguirle camino de algún rincón humilde al pie de algún Gólgota de nuestros más
recónditos sentimientos de enmienda adonde, un solo de gruesos sudores sellaran
los nuevos lazos del pacto olvidado, allí, sobre los nuevos cimientos de
nuestra fe reencontrada».
Calla Juan, como ese silencio que enmudece de pronto
la arboleda e invita a callar también al ave; apenas por un instante; temeroso
de que tanto por decir no se pierda en ese bosque de pensamientos que abarrotan
su alma repentinamente devuelta al ruedo de la elocuencia y la escucha –a veces
tan difíciles de confluir por antagonismo–, y, rota ya la cuota de silencio forzado,
como un suave gorjeo de viento dócilmente acomete los oídos de Mala y Jacinto.
«”A Dios lo
que es de Dios”_ vuelve a acometer Juan_. Lo dijo el unigénito, pero tal parece que
aun estando escrito nos resistiéramos a asimilar. Como si esperáramos que
aquello que únicamente a nosotros compete revertir como césares de la
irreflexión y la impetuosidad del acto con el que actuamos, dispensados por la
jerarquía y el grado subordinación generado entorno, aun eso, fuese tarea del
espíritu reformar. Con el perdón del término, la pregunta cae entonces como un
estruendo inaudible en nuestros oídos ¿Qué demonios entonces nos compete a
nosotros como seres humanos falibles que somos; como hijos desobedientes que ni
siquiera el llanto a estas alturas es capaz de asistirnos a darnos una
coartada?»
«Hubo una
vez un buen hombre, sencillo y de buenas maneras pensantes; acaso por eso no
fuera oído por una raza monárquica que desde la relucencia del pan de oro de
sus ribetes mundanos, desde siempre desdijeron también del manto su origen de
sencillez y humildad; quien, tras poner el dedo en la llaga, con la misma
intransigencia y excusa sanedrinezca con la que una vez fuera hecho oídos
sordos el propio enviado, y entregado a las garras de la turba irreflexiva
azuzada por la intransigencia: apenas salvando las distancias divinas, hubo de
poner entonces para ser oído, a buen recaudo sus ideas de renovación y aires de
renacimiento fuera de los muros de ese bunker en que ha sido convertido el
catolicismo. Pregunto: ¿cuanto puede costar, si es que hay un costo y no ese
rédito inmediato que solo la confianza es capaz de otorgar, renovar la Iglesia –por
si la palabra reforma es causa de estremecimientos–, desde el atrio principal
de nuestras conciencias que es adonde radica el menoscabo? ¿Hoy que tenemos
todos los elementos disponibles para determinar que no hay más sótanos que
resistan nuestra caída meteórica, pero en cuya proeza no sean los de siempre;
los que nunca hayan levantado su voz o extendido el índice de sus conciencias; quienes,
sin ninguna o muy poca disposición o sentimiento de la enorme necesidad de
disloque que requiere el tema, sean encomendados a dirigir tamaña misión?».
«La túnica,
hijo mío, cuanto más sencilla y pulcra, más difícil es de llevar, sin que sea el
honrado de tan honda misión, tentado de ponerle algún ribete u otro y otro más,
que lo diferencie del prójimo, siempre en mayor alegoría superficial. Solo
recordemos cuanto Cristo enfatizó en un reinado que no era de nuestro mundo,
sin embargo la capa y la corona refulgente están a la orden del día en nuestros
pensamientos más cotidianos cual si lo fuera, para, tras esa imagen profundamente
humanizada, mimetizar el sermón, la oración y la promesa impráctica. Que su
venida era para lavar el pecado de, asumimos todos los pecadores: empero, si en
algo somos enfáticos es en discriminar ese derecho a tal acto de entrega e
indulgencia».
«“Siempre
que os sintáis extraviado, volved a la fuente tantas veces como las piedras de
las orillas tornen en herrumbre, ella sabrá guiaros por el torrente seguro”
dice él en una de sus parábolas. ¿Qué nos impide una acción de tan magna sencillez?
¿Desaliento; temor a la hebilla agregada a nuestras sandalias; a los restos de
herrumbre en sus plantas? Pues saquémonoslos y recaminemos a flor de piel que
hasta las piedras rodadas están de tanta agua viva que recorren eternas sus
cantos».
Calla una vez más Juan, largamente, cual si quisiera
que aquellos puntos suspensivos con los que el discurso espera convertirse en
acto, hablaran de pronto. Calla en tanto sus ojos rejuvenecidos de repente, opuestos
ante la tenue luz del par de cirios en el fondo del sagrario, se zambullen en
las profundidades de un imaginario que sabe lejos está de suceder, aunque, allá
en la superficie de sus precipicios más inescrutables –adonde el escepticismo
más que la propia convicción son culpables del entumecimiento–, tanto se
afane el madero en acentuar su brillo, resaltando en su sobrio tallado a manos
de algún ebanista virtuoso, ese toque de prelación tan humano que despierte una
predisposición compartida, humilde, que inspire confianza, y mancomunidad…continuará
Por Rodrigo Rodrigo
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