No hay ninguna ley que prohíba embrutecer a la gente

Vivar Saudade, capítulo 2 - [Mar16] - Págs. 55 - 65


Continúa capítulo 2: Confesiones
Nuevo ingreso:  Jueves 02 de febrero de 2012

Epifanía
“Nunca más oportuno el silencio cuando alistan sus monólogos los banderilleros. Con sus manojos de crepé blanco y rojo rebasando sus también blancos guantes, las cuales blanden con efusividad al a todas luces ensayado vitoreo de sus parciales que, en tanto más elevan sus decibeles, más son motivados a hacer evidente aquel relucir y crispar del filo y el trépido del metal anguloso que, ya en primer plano, resalta al intenso cromático bicolor. Poco queda a los unos porqué molestarse en hacer olvidar el tradicional estilo arrogante de su salutación cuando transitan la imaginaria pasarela con la gorra negra en la cúspide vanagloria de sus repentinos tradicionales nuevos adeptos; los otros, si bien cercanos a aquella soñada abolición del no arte cruel de la tranza en desconfianza que se traduce en la ausencia de ribetes dorados en sus trajes de luces y del acero impío bajo el capote: la leve cojera que acusa sin embargo, y obvia sordera, es insuficiente para esconder su patética ausencia de habla, esencial para marcar pautas y distancias discurridas con el astado. Ah cuadrillas de des-almados que ojalá supieran que es la confrontación pero de aptitudes y de técnicas, y de concertaciones – más no de tozudeces ni de intencionalidades estampilladas que en nada difieren de la cojudez–, las que al final dan la razón al que sin necesidad de vociferar ni pavonear sus cintos, simplemente siendo naturales como el agua lo es de la lluvia, o el calor del sol, apenas deba ahondar las manos para saciarse de una irrebatibilidad manifiesta; como el huevo a la cloaca enteramente dilatada; o el fruto deliciosamente maduro a la palmada sobre el duramen encandilado revestido de corteza y saciedad… ”, reza el epílogo de un reciente post de Pedigrí en su renovado blog…

Es diciembre y en la huerta azul como en toda la región, tanto las fachadas como los interiores de las viviendas comienzan a sufrir las mutaciones atribuibles a la quinta estación llenando de intermitencias, platinados y colores las calles si bien terrenas como no las ciberespaciales cuya afluencia de compradores, ni las etapas de crisis son capaces de hacer dubitar en su afán.  

Una vez más luego de algún tiempo en su fortín virtual adonde una maraña de pasajes parecen atravesar la soledad tendida como redes de campo abierto conduciéndolo hasta una serie de similes adonde hallar esa sensación de compañía que sentiría el superviviente a la hecatombe en medio de un silencio cómplice de la frecuencia no habida en el receptor, o su rumor termitente. 

«Cuanta paz refleja el silencio cuando proviene de la espontánea innecesidad de presencia del sonido cuando no de su ausencia “justificada”», se dice Jacinto en tanto relee el poema que tiene recibido en su correo que, si bien no lo ha sorprendido, pues viene precedido del mismo sello que encabeza los innumerables mensajes que de forma anónima ha recibido durante el año, lo ha enternecido singularmente pues su contenido es bastante revelador, y aunque el texto y el estilo denotan originalidad, una ligera inclinación recurrente precisamente del estilo lo conminan a revisar algunas páginas adonde recientemente ha sido tentado de leer algunos poemas féminos. 

«¡Ah el amor!_ se dice para sí sin poder evitar cierto tono de sarcasmo que se escurre entre los entrecortados peldaños de un suspiro forzado_, si bien inevitablemente ciego, ligeramente enmudecedor, y tantas veces inmovilizante y manipulador: loco e intrépido seguramente haría del acto, más objetivo –y porqué no, divertido–, que tanta discapacidad puesta al desnudo», acota, y como una escultura todavía en bruto imagina los rasgos que le pondría al busto si pudiera el amor ser tallado; sobretodo al carácter, si quisiera hacer uso del hecho cotidiano y plasmarlo en una escena escrita que describa el momento, es cuando una mirada socarrona desnuda la idea que cruza de pronto su mente. 

Y es inútil no traer a colación la imagen de Emilia y Eliseo y su ya bastante crecido equipo de laboreros que en los últimos meses, con un entusiasmo propio de solo aquel que tiene claro los cuatro puntos cardinales –incluidos los colindantes–, han invertido los matices eriales, en especial del lado meridional del otrora paisaje estío del terreno adyacente, al extremo de poner en jaque a su proyectado extremo habitacional que apenas muestra una señalización provisional espiralada de sus parcelas y callejas en tiza blanca. Si bien es su historia de unión producto de un desenlace que difícilmente podríamos catalogar como hecho repetible en medio de un desbarrancamiento imparable provocado por la ausencia de lucidez, una consecuencia feliz en medio de la irreversibilidad del hecho consumado del que pocos podrían ufanarse salir –menos hacerlo compartiendo rasgos de juicio y anhelo en medio de una voluntad entregada a un peso de años que de por sí está marcado por un deterioro de carácter y una disipación del optimismo como ente motivador–: quien podría poner en duda su vínculo afectivo como la fuerza motriz que ha echado a andar su proyecto de restauración de almas omisas. 

«La verdadera fuerza del amor_ se dice notándose en ese mirar disimulado hacia las cabinas vecinas, los decibeles un tanto subidos con los que acaba de pronunciar su frase_, como el agua, el aire, o en suma, toda energía liberada a partir de un consumo individual satisfecho: sosteniblemente provechoso y doblemente reconfortante cuando es encauzada hacia vulnerabilidades más susceptibles a la saña y frialdad de la fatalidad». 

Y es precisamente ese espacio destinado a quehaceres rurales que marcando algunas distancias con el lado sur en el nuevo terreno –con sus cuadros de hortalizas y legumbres penetrando sus ya ávidas apéndices entre las sinuosidades de la empedrada vía que entre no pocos plantones de nogales, castaños y ciruelos, y una que otra drupa bordean los linderos de las parcelas opuestas–, se perfila la imagen que explicita su abstracción, con todos esos delineados si bien todavía provisionales, marcando fehacientemente límites de un camino basado en la convicción que solo un sentimiento sincero de afecto puede insinuar y conflagrar aun en el alma más dormida. Y serpenteante como el camino que enfila ya sus sentidos hasta el nuevo puente sobre “El Jordán de los desposeídos” –el canal de riego ocurrentemente bautizada así por sus nuevos usuarios a raíz del marbete que con ribetes de fábula trasciende entre los “bajos puentes” de la gran urbe–, evitar que la avidez del tiempo y del contratiempo adictas a la prisa y a la someridad que suele sugerir el trazo recto, como la maleza del olvido borre antes de tiempo y sin lugar a reconsideración, toda huella dejada al azar de los pasos y los plazos de un proyecto que entre la necesidad, la curiosidad y lo que es más importante, un muy oportuno precedente materializado en la fuerza y perseverancia de la pareja, ha logrado avances si bien minúsculos en términos económicos, abundantes en extremo en términos visuales que son en suma los que mantienen a flote la esperanza entre los cada vez más numerosos huéspedes que literalmente suman cuando se suman a la propuesta. 

Las noches últimas han  intensificado aún más la apariencia cósmica que irradia el huerto desde planos superiores las cuales –incluida la reciente ampliación–, con su solo de luces intermitentes encendiendo solitario los frondes del ahora roble mantón enfatiza a niveles deslumbrantes la obscuridad plena de las noches de “Pueblelo”, más aun con esos adornos platinados de fondo tridimensional dispuestos con minuciosidad en los árboles de mayor dimensión por Emilia que solo fantasías pueden refulgir ante la incidencia azul de la luz imperante. 

El verano parece asentarse en definitiva con sus oleadas de bochorno invadiendo las propias fronteras de la noche, como esta de fin de año cuya insinuación de un cielo estrellado, pasada la medianoche, ha dado origen a un apagón total de luces y un levantar de miradas desde el patio cercano a la casa grande adonde, incitados por una escena tan huraña en una zona costera como esta, Jacinto ha improvisado una fogata. 

Es diciembre y lo menos que esperan las lenguas de fuego cuando parecen blandir manos ante un elenco de luminarias que titila tras ese azul noche profundo, es silencio danzando solo al son de las chispas de carbón ligero. Al viejo y ya desenmohecido saxofón que Eliseo, tal cual una pérdida manifiesta de lozanía de los años idos, trata de dar en clave en tanto memoria en mano acude a los dioses de la técnica y la destreza, se le unen una guitarra y una flauta que pese a las imperfecciones de tan improvisado concierto, logran diferir un tanto en el tiempo, aquel embeleso de manto estrellado al que apenas falta el paso rasante de la estrella fugaz para completar el conjuro y que la profecía de Midas cobre vida en labios y orejas de Dionisio, el de la flauta, y aquella siempre emblemática copla salvadora de repertorios esquivos, “El cóndor pasa” que pronto invade la noche. 

«Bien que se lo tenían guardado», dice visiblemente emocionado Jacinto mientras los oye cantar “bastante aceptables para ser principiantes”, como se dice para si aunque muy en el fondo olvide que, siendo la actividad en grupo más recurrente que frío nocturno alguno sin quererlo –entre otras aficiones más vulnerables al paso corrosivo del tiempo–, haya incentivado a cuentagotas: persista en ellos intacta, camuflada entre los pocos pertrechos sobrevivientes traídos hasta este lado del día. 

Sin necesidad de un narrador, la historia se escribe en cada capítulo con el que día a día Eliseo sorprende a Jacinto, hablándole de un pasado que nunca cuenta pero que sobre yacen a las palabras  en el día a día hasta hacer palidecer al propio desmorono de su historia que por más de la profundidad y eco que trasluciera en angustia su último traspiés, siempre parece hallar un madero con el cual resarcir y trascender, como la brasa en el viento, y en tanto se aplica como bálsamo de supervivencia, replica en todos entorno aquel aroma lenitivo con el cual habiendo trocado espinas en plumas, el dolor, hace cantar como a las aves la intemperie, apenas habiéndolos tomado de sus mentones hacia ese incansable helado trajinar, techo del desposeído. 

Y en medio de la noche media, esta vez siendo los vientos domados, los estupefactos ante el inaudito que amenaza hacer audible lo inaudible: cada círculo concéntrico que ha comenzado a expeler su propio calor alrededor de la fogata, rompe de pronto en estribillos flameantes capaces de quebrar en almíbares si acaso algún trago amargo pasase a la puerta de listones tejidos del huerto azul. Los perros aúllan al solo de saxofones de Enrico, uno de los más recién llegados a la tribu, las no menos sorprendentes voces de las tres Marías unidas a la de Emilia dan la nota aguda al coro, mientras en algún rincón del viejo baúl algún par de instrumentos sobrantes de alguna banda acaso exitosa, porfían en su hibernación a falta de alguna otra mano virtuosa que haga vibrar sus cuerdas. 

«Que es el amor, sino esto_ se dice para sí Jacinto que una vez más muy discretamente ha aislado su presencia interior y ausculta desde su propio entarimado cada escena que se sucede en ese instintivo espectáculo fastuoso de vida al natural que parece haber encontrado una vez más un rango oscilativo estable justo en el pico más elevado de su zigzagueante deambular_, un campo pleno de frutos maduros, entre comestibles y tóxicos a los cuales haya que reconocer, escoger y saborear desde el primero hasta el último bocado azucarado que se diluya entre las papilas; y gozar del eco intenso de su aroma y sabor atrapado entre los confines del paladar en tanto la propia saliva se encarga de curar los arañones que alguna espina haya dejado como huella inmanente a tan gratificante ganga».  

El amor si bien callado vive más, pues así sigiloso le es permitido penetrar espacios prohibidos no advertidos, una vez consumados, nada hay como la espontaneidad y la expresividad que al igual que en su modo más formal sugiere e incita ese mismo silencio, para hallar en la abstinencia e insatisfacción de la piel no acariciada, una vía alterna  a-convencional a través de la cual sea el cálido aliento de la palabra bien incidida el que marque las rutas de un nuevo ideario adonde las formas y los detalles deban ser también profanados por el “auto sorprendimiento” como requisito primordial de esa otra supuesta plenitud que en letras, si bien literalmente sembrara de estrellas el último tramo de la jornada, debiera arribar a un mismo destino, aunque en adelante nadie se atreviera a borrar la nueva facción del también nuevo rostro. 

Es diciembre en el último recorrido horario del reloj en la pared y si bien sus noches cálidas auguran un par de meses adicionales de tranquilo abrigo, el invierno que se prevé más crudo que nunca hará necesario apurar la construcción provisional de alberges para los visitantes cuyo número en apenas algunas semanas han llegado a superar la treintena. 

“Si hay algo que equipara al capotero y a banderillero con el matador, sin embargo_ remata finalmente Pedigrí en su blog_, aunque mucho se empeñen en hacer notorio sus niveles de incurrencia en el absurdo de cara al abolicionismo: es su latente y preeminente exención por el estoque y aquel incompartible sueño aclamativo de la faena consumada inevitablemente impregnada de trazas de continencia forzada y volátil que la muchedumbre se encarga de desnudar. Un poco fan, otro poco espectador, lo cierto es que a la primera oportunidad no cejará en empuñar el acero impío el otrora inhibido mataor, y en el clímax del paroxismo que sus movidas de carnes pétreas incitan en el gentío –a estas alturas entregado completamente a las oscilación de su musculatura–, reprimir un deseo furtivo de incluir también la lengua en el manojo de rabos y orejas que enrojecen su mirada sobre el ya inerte, inerme cismático ‘adversario’…”  




Las tres Marías
Continúa capítulo 2: "Confesiones"
Nuevo ingreso:  Viernes 16 de marzo de 2012

Los meses siguientes a partir de aquel inusitado final de año en el cual no solo el cuerpo sino el propio espíritu lograran hallar distensión en un momento de subversión al destino, –para entonces ya irremediablemente consciente de lo lejano de su azaroso y pernicioso ascendiente–, tomaron un nuevo sentido en la huerta azul que más que nunca hacía sentir la tibieza y el fulgor irradiados tras ese perímetro de espinas y racimos amarillos. 

Desinhibidos al fin de tantas ataduras teóricas y etéreas respecto de la contrición, la re-consideración y la enmienda, pero sobretodo, de todo sesgo reivindicatorio de una razón, si bien auto desterrada desde hace mucho a las mazmorras de la improbabilidad y la resignación –más que por efectos de un ambiente in-propicio que si bien lo agrieta todo sin jamás dejar rendija ni tiempo suficiente desde donde avizorar otros panoramas, por un irreprimible temor de caer en las garras de la consciencia y la deliberación que sin el debido sustento los condujera irremediablemente a la depresión–, cuerpo y espíritu coincidían esta vez, y convenían un nuevo pacto, aprovechando la brecha en el tiempo que se esculpía bajo la también nueva intemperie, trazando así un nuevo carril alterno a la voraginosa avenida de estelas sin rumbo. 


Cada final de mes, a partir de entonces, y haciendo partícipe también en sus contentamientos a la nueva tierra, que así desde su desnudez, apenas dando rienda suelta a las veleidades de su sustrato descansado y sed contenida comenzaba a ser kit de un sustento nuevo: la fogata, la medianoche y una eterna vigilia hasta el aparecer del clareo en el horizonte, fue la nueva usanza instaurada en Pueblelo basada primordialmente en la necesidad de alimentar también ese lado formal del vínculo que cada vez más apremiadamente exigía ser armonizado. 

Si bien un hado circunstancial, y mucho entusiasmo, rodeaba hasta entonces cada encuentro, alejamiento y reencuentro en especial de los nuevos allegados al grupo como tal, sin que alguna restricción pusiera en duda los fines puramente indulgentes del entraño que allí se gestaba: una necesidad de involucrar y dar protagonismo a ese futuro interactivo que planteaba el enorme solar, por un lado, y la gran necesidad de recolección e incorporación humana por otro –en la cual tanto consuelo, placidez y anhelo, antes que ser lemas e inspirar, debían ser argumentos de ejecución, y guarecer, y considerar–, daba lugar a esa, a partir de entonces, “noche rayana”, una especie de ceremonial nocturno bajo el techado de estrellas. Fue entonces que, entre cantos y fondos instrumentales que cada vez adquirían mayor entono, y gracias a ese fervor y consecuente manía despertada, las propias visiones de cómo plasmar una realidad sobre ese suelo –ya a estas alturas no tan ilusorio–, expresadas desde el punto de vista más amical e instintivo posible en el ya instaurado aparte coloquial de cada tertulia, hicieron, esta vez desde ese punto vital que apoya toda iniciativa en la espontaneidad, una consideración probable y paulatina de retorno hacia esa condición gregaria perdida; unas veces con simples evocaciones de experiencias de vida que usualmente tenían que ver con relatos de infancia pues pocos eran los aventurados a hablar sobre los orígenes de ese a partir de entonces desbarrancamiento proscrito; otras tan formales que daba gusto ver a esas gentes expresarse y desnudar rasgos visibles de lo que alguna vez acaso representara un aporte también formal de sus talentos para con su sociedad. 

«Creo que ya es tiempo de hacer un bosquejo de lo que se piensa construir», dice lacónicamente Layla, la más joven de las Marías cuando el tema de la conversación los condujera una vez más a la necesidad de aquellos no pocos que ya van incrustándose a la vida hogareña, de levantar refugios ante el pronto arribo de los fuertes vientos de otoño, y hacerlo pensando también en quienes seguramente el frío traería a buscar refugio nocturno aunque solo fuese circunstancial. 

“Es curiosa la forma en la que se uniera esta chica al grupo”, comentaba alguna vez Inés, la mayor de las tres mujeres llegadas en diciembre a la huerta azul, pero las más asiduas concurrentes también del gremio “Loro hablador” adonde un promedio de 60 años identifica a sus integrantes y cuyos bajos puentes, por razones obvias, son también conocidos como ‘cementerio de elefantes’. Sus rasgos blancos y finos de inverosímil personaje populachero de telenovela, intensamente contrastables con la mugre que pululaba su rostro y como una mascarilla de noche la cubría milimétricamente, casi, casi sin involucrar a las raíces de su cabellera más próximas al roñadal, prontamente despertaron cierta ojeriza entre los moradores del gremio en especial de parte de los varones quienes a partir de entonces la conocerían como “La Güerita”, aunque, su considerable grado de alcoholismo, tan ‘tempranero’ como sus aparentemente 30 años de edad 
y en particular la forma ingeniosa de acopiarse del líquido ponzoñoso, la hicieron ser aceptada pronto y sin miramientos hasta ser elevada como la espuma a esa suerte de matriarcado que tomó las riendas del grupo a la salida de Eliseo y Emiliana. Por la forma que responden a sus palabras, es notorio que hay un marcado ascendiente entre quienes bien podrían ser abuelos suyos, y ella, excepto la ropa notoriamente de tercer o cuarto uso que lleva encima, sin necesidad de haberla visto antes con su máscara de confite rancio que daba fe de una larga data de sus citas con la botella, parece toda una dama hasta en los movimientos más torpes de su ayuno obligado. 

Nadie más lo supo, porque fue un día en que casi todos salieron rumbo al río en busca de piedras para el avance del empedrado del camino ‘de herradura’ de acceso al pueblelo, pero contaba María Layla que, habían ido algunas personas a ver el terreno y entre otras cosas que entre ellos hablaron por casi media hora, refirieron pertenecer a un gremio dedicado a poner en marcha proyectos de edificación ecológica pero que querían saber ante todo de las intenciones arquetípicas de un programa que según ellos había logrado trascender a pesar del perfil moderado y despreocupado con el que había sido tratado, apenas entre las fronteras de su ámbito, las sub urbes. Pero no era solo eso, también estaba el hecho de que ‘Huerto azul’, a estas alturas ya con tres paneles solares en el techado de la casa grande, pese a su poco requerimiento energético, está ya a nivel de ser considerado un prototipo de autogestión alternativa que a escala mayor, bien podría ser eje directriz de iniciativas que, de materializarse, marcara precisamente eso, una verdadera tendencia, primeramente al reconocimiento de una realidad que pocos creen porque no ven, y porqué no, a un émulo que es la forma más espontánea y saludable de hacer realidad tantas teorías y sueños, como buenas voluntades inconclusas tiene la experiencia no habida. 

Todos desviaron instintivamente sus miradas hacia Jacinto aquel domingo último de marzo cuando Layla con un nerviosismo perceptible refiriera los pormenores de tan auspiciosa visita. Si bien hablábase de un documento oficial y consecuentemente, también de un emisor oficial que avale su legitimidad: la serie de dibujos –la mayoría de ellos estrámbóticos y quien sabe irrealizables–, depositados en la inmensa y solitaria sala del segundo piso de la casa grande, así como la única posición suya de lucidez y acceso a ese mundo formal y extraño del cual la mayoría de presentes eran apenas capaces de rescatar recuerdos casi desvanecidos por el paso del tiempo y su consecuente secuela orgánico-degenerativa, lo convertían en el candidato único para plasmar los trazos iniciales de ese nuevo hábitat que entre todas las consideraciones también formales en cuanto a calidez, simetría y bienestar que la palabra hogar inspirara en ese perdido ilusorio humano, su ostensible necesidad de incorporar suplementos intangibles capaces de abrir otras tendencias usualmente invisibles, compatibles, desde el punto de vista más ontológico de los modos de interrelación humana, confabulaban en esa mayoritaria determinación. 

«Hay algo muy especial que unido a la voluntad que cada uno de nosotros pone en la consolidación del proyecto_ dice Eliseo haciéndose de la palabra_,  aparte de la suerte que en vez de piedras esta vez parece estar dispuesto a deslizarnos copos de algodón sobre las mejillas, ha contribuido para despertar ese grado de ilusión que no debe perderse con materializaciones frías y calculadas que si bien dieran a nuestros últimos días la tregua que merecen nuestros cuerpos cansados, es el espíritu el que debiera ser plasmado de modo predilecto de tal forma que se cree una mística de reconocimiento que nos deslumbre a diario y nos haga, y haga conscientes a los que nos sucedan, de la fortuna que tuvimos. Y porque solo un grado de creatividad similar al que late ya en este huerto consolidado y los seguramente varios años de dedicación y entrega habida será en cada cerrar de ojos un patrón sobre el cual afirmarnos cada día, creo que el más indicado de hacer el diseño es el amigo Jacinto. El nos conoce tanto como nos conocemos nosotros unos a otros, pero lo que lo diferencia de cualquier persona ajena siempre será la motivación, que no puede ser plasmada sino desde un principio de convivencia y aquiescencia que la haga perdurable en el tiempo. Sobre eso, como en el cimiento usual y corriente de toda edificación, se pueden levantar todas las paredes que se quiera», acota finalmente Eliseo aludiendo al lado oficial del diseño. 

Es entonces que una serie de reflexiones y bosquejos ya especulados en los últimos meses en los que ni los conceptos metafísicos ni los cosmovisionales están ausentes en esa visión por ganarle centímetros de luz, espacio y fuerza gravitacional a un complejo basado en el concepto global que inspira ese lado rural de sus aledaños –que muy pertinentemente ya ahijan en vainas y bayas–, son extraídos como el sumo de la zanahoria del imaginario de Jacinto que hasta incluye un lago en miniatura que aunque solo tenga una función de deleite visual, sirva a su vez de depósito de aguas de riego, o viceversa. 

Cuando todo parecía indicar que el tema tratado marcaría el final de una noche coloquial plena de perspectivas y de miradas cálidas que compatibilicen con ese azul celeste que parece insinuarse en el naciente. Cuando una mueca única parecía dispuesta a dar la bienvenida con una sonrisa al amanecer que en tan solo unas horas hará de las sombras lamento silencioso opacado por el murmullo de campo y la floresta adyacente: rompe su silencio la menor de las Marías entre suspiros guardados y voz quebrada que aun el aire pasmarse parece al darle una tregua a las flamas y destacar con su ámbar intenso y calmo, el grave de los semblantes en torno. 

«Por favor, antes de irnos debo confesarles algo_ dice sumiendo en la incertidumbre los rostros que ahora se sienten de las gruesas lágrimas que parecen desbordar los ojos de la mujer_. No soy quien pretendo ser y pido disculpas por ello», acota provocando un cruce de miradas en el ruedo y un silencio premonitorio que solo la sonrisa y asentimiento de Emiliana parece ser ese acicate que necesita para continuar. No es la misma chica que han conocido en sus arrabales, y ahora que es centro de las miradas es claro el dejo muy bien maquillado de su modo de hablar, y si bien sentían que algo se traía entre manos, quien sería capaz de hacerle cambiar la intención al equino que ha olido y sorbido el primer mordisco de la zanahoria que tiene entre cejas. 

«No fue el azar, menos una búsqueda de protección, al menos en el sentido más ajustado del significado, el que me condujo hasta ustedes_ continúa Layla_. Yo le pedí al padre Paul que me ayude a integrarme a su grupo buscando ese poco de paz que no he logrado hallar en mi propia tierra en todos los años posteriores a mi desgracia, y habiendo oído de lo que sucedía en ‘El bajo puente’, había algo que me decía que solo allí podría lograrlo». 

«Yo fui espiritual y moralmente ultrajada en mi país violada repetidamente bajo intimidación cuando niña por un sacerdote a quien consideraba mi amigo, y desde entonces mi vida es un eterno tormento que solo el licor con su dosis de evasión ha logrado atenuar un tanto la eterna agonía en que se ha convertido mi vida. Si la vergüenza y el desconcierto sellaron mis labios entonces, ahora hurgada en mi soledad y mi vergüenza por las insinuaciones de culpa de mi supuestamente ‘extemporánea’ denuncia, y por un– a priori–,  sentimiento de incredulidad entre quienes consideraba mis hermanos en la fe, vago literalmente por el mundo hasta que la propia calle y sus rumores sin insidia me llevaron hasta ustedes, y ahora sinceramente no se que más hacer. En estos momentos de duda, eternos, previos a mi decisión de hablar, mi tristeza me profirió que era tiempo de marchar, pero aquí me ven, mi cuerpo se resiste pegando sus plantas como raíces a esta noble tierra». 

Que hacer cuando, desprevenida, es de pronto sacudida el alma, tanto, que hasta parece un juego de niños cada tragedia que algún grado de culpa privada o la propia apatía del instinto mantienen escondidas en el subconsciente. 

«Hay un dolor que ni el emplasto ni el fármaco es capaz de calmar pero a diferencia suya no está sujeta a dosis ni a espacios ni a restricciones de tiempo_ dice de pronto Jacinto visiblemente impactado pues una imagen de esencia y pura maldad invade los confines de su mente_; si bien el dolor de la tragedia no es cuantificable, apenas sensitivo y con una única intensidad grave en la fibra, solo necesita de una pizca de sensibilidad para ser apaciguado y como el cuerpo extraño en el tejido, ser finalmente encapsulado y redimido por el paso del tiempo. Pero si el cuerpo y el espíritu son uno, ya que hablamos en términos píos de defensa de causa –y por lo visto también de ofensa–, para que el primero obre con las diligencias del segundo, tal como lo exigiría un orden natural de cosas, hace falta un mínimo de sumisión que debiera de traducirse en un acto obvio de adhesión con la causa lastimada. ¿Pero que lo hace tan confuso?», se pregunta Jacinto en tanto toma una pausa apenas las otras tres mujeres ha salido disparadas de sus suelos a hacer un solo nudo en el llanto junto a Layla, la otra treintena de hombres, acaso sintiendo el peso de la culpa ajena, hace mutis en tanto solloza por dentro. 

«¿Será que es el espíritu errante y oscilante en sus modos de pernoctar en cada cuerpo?_ continúa el hablante_, pues yo no lo veo frío y calculador, menos esquizofrénico al extremo de intercambiar estados de lucidez con el mal, y hacerlo de manera gremial cuando provocan pequeños cismas dentro de ese imperio que se supone gobernado por el amor. De ser así hablaríamos de un espíritu humano, tan humano en el cual valgan más y se justifiquen los intereses puramente materiales en los cuales basa su cimiento la vida, o la supervivencia, diríamos mejor. Pero que podemos decir del perpetrador que en la misma puerta del cielo ha echado a andar los engranajes maquiavélicos más perversos que sermón alguno, seguramente inquisidor y penitente, haya hecho palidecer las intenciones del propio diablo». 

Y una vez más aquella especie de eremita de principios del Cristianismo mantenida como un estigma en el ilusorio de Emilia en los meses sucesivos a su ensoñación, como una insignificante gota de bálsamo en el despiadado desierto, hacen un collage de trazos superpuestos en la mente de Jacinto en tanto el celeste parece decidido a deslizar su manto sobre el ámbar atenuando y fusionando en uno el sollozo con el rasgado de suelo de cada punta de sandalia de cuero que a ratos evidencia las avejentadas pieles y deterioradas uñas de los septuagenarios. Gira instintivamente la vista hacia el lado sur adonde en la esquina oeste, a la cima de una especie de “soquial” de terreno pedregoso serrano, alrededor de cuya forma piramidal rocosa, curiosamente, el pasto crecido y mantenido a fuerza de riego siempre verde a manera de una alfombra natural, ha dado lugar a una forma acorazonada bastante singular que hace más patente la gran soledad de una cruz que ya se apresta a dibujar su sombra en los metros contiguos de su campo abierto… continuará


Por: Rodrigo Rodrigo

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