Continúa capítulo 2: Confesiones
Nuevo ingreso: Jueves 02 de febrero de 2012
Epifanía
“Nunca más
oportuno el silencio cuando alistan sus monólogos los banderilleros. Con sus manojos
de crepé blanco y rojo rebasando sus también blancos guantes, las cuales blanden
con efusividad al a todas luces ensayado vitoreo de sus parciales que, en tanto
más elevan sus decibeles, más son motivados a hacer evidente aquel relucir y
crispar del filo y el trépido del metal anguloso que, ya en primer plano, resalta al intenso
cromático bicolor. Poco queda a los unos porqué molestarse en hacer
olvidar el tradicional estilo arrogante de su salutación cuando transitan la
imaginaria pasarela con la gorra negra en la cúspide vanagloria de sus
repentinos tradicionales nuevos adeptos; los otros, si bien cercanos a aquella
soñada abolición del no arte cruel de la tranza en desconfianza que se traduce
en la ausencia de ribetes dorados en sus trajes de luces y del acero impío bajo
el capote: la leve cojera que acusa sin embargo, y obvia sordera, es
insuficiente para esconder su patética ausencia de habla, esencial para marcar
pautas y distancias discurridas con el astado. Ah cuadrillas de des-almados que
ojalá supieran que es la confrontación pero de aptitudes y de técnicas, y de
concertaciones – más no de tozudeces ni de intencionalidades estampilladas que
en nada difieren de la cojudez–, las que al final dan la razón al que sin
necesidad de vociferar ni pavonear sus cintos, simplemente siendo naturales como el
agua lo es de la lluvia, o el calor del sol, apenas deba ahondar las manos para
saciarse de una irrebatibilidad manifiesta; como el huevo a la cloaca
enteramente dilatada; o el fruto deliciosamente maduro a la palmada sobre el duramen
encandilado revestido de corteza y saciedad… ”,
reza el epílogo de un reciente post de Pedigrí en su renovado blog…
Es diciembre y en la huerta azul como en toda la
región, tanto las fachadas como los interiores de las viviendas comienzan a
sufrir las mutaciones atribuibles a la quinta estación llenando de
intermitencias, platinados y colores las calles si bien terrenas como no las ciberespaciales
cuya afluencia de compradores, ni las etapas de crisis son capaces de hacer
dubitar en su afán.
Una vez más luego de algún tiempo en su fortín
virtual adonde una maraña de pasajes parecen atravesar la soledad tendida como
redes de campo abierto conduciéndolo hasta una serie de similes adonde hallar esa
sensación de compañía que sentiría el superviviente a la hecatombe en medio de
un silencio cómplice de la frecuencia no habida en el receptor, o su rumor
termitente.
«Cuanta paz
refleja el silencio cuando proviene de la espontánea innecesidad de presencia
del sonido cuando no de su ausencia “justificada”»,
se dice Jacinto en tanto relee el poema que tiene recibido en su correo que, si
bien no lo ha sorprendido, pues viene precedido del mismo sello que encabeza
los innumerables mensajes que de forma anónima ha recibido durante el año, lo
ha enternecido singularmente pues su contenido es bastante revelador, y aunque el
texto y el estilo denotan originalidad, una ligera inclinación recurrente precisamente
del estilo lo conminan a revisar algunas páginas adonde recientemente ha sido
tentado de leer algunos poemas féminos.
«¡Ah el
amor!_ se dice para sí sin poder evitar cierto tono de sarcasmo
que se escurre entre los entrecortados peldaños de un suspiro forzado_, si bien inevitablemente ciego, ligeramente enmudecedor,
y tantas veces inmovilizante y manipulador: loco e intrépido seguramente haría
del acto, más objetivo –y porqué no, divertido–, que tanta discapacidad puesta
al desnudo», acota, y como una escultura todavía en bruto imagina los
rasgos que le pondría al busto si pudiera el amor ser tallado; sobretodo al
carácter, si quisiera hacer uso del hecho cotidiano y plasmarlo en una escena
escrita que describa el momento, es cuando una mirada socarrona desnuda la idea
que cruza de pronto su mente.
Y es inútil no traer a colación la imagen de Emilia
y Eliseo y su ya bastante crecido equipo de laboreros que en los últimos meses,
con un entusiasmo propio de solo aquel que tiene claro los cuatro puntos
cardinales –incluidos los colindantes–, han invertido los matices eriales, en
especial del lado meridional del otrora paisaje estío del terreno adyacente, al
extremo de poner en jaque a su proyectado extremo habitacional que apenas
muestra una señalización provisional espiralada de sus parcelas y callejas en
tiza blanca. Si bien es su historia de unión producto de un desenlace
que difícilmente podríamos catalogar como hecho repetible en medio de un
desbarrancamiento imparable provocado por la ausencia de lucidez, una
consecuencia feliz en medio de la irreversibilidad del hecho consumado del que
pocos podrían ufanarse salir –menos hacerlo compartiendo rasgos de juicio y anhelo
en medio de una voluntad entregada a un peso de años que de por sí está marcado
por un deterioro de carácter y una disipación del optimismo como ente
motivador–: quien podría poner en duda su vínculo afectivo como la fuerza
motriz que ha echado a andar su proyecto de restauración de almas omisas.
«La verdadera fuerza del amor_ se dice notándose en
ese mirar disimulado hacia las cabinas vecinas, los decibeles un tanto subidos
con los que acaba de pronunciar su frase_, como el agua, el aire, o en suma,
toda energía liberada a partir de un consumo individual satisfecho: sosteniblemente
provechoso y doblemente reconfortante cuando es encauzada hacia
vulnerabilidades más susceptibles a la saña y frialdad de la fatalidad».
Y es precisamente ese espacio destinado a quehaceres
rurales que marcando algunas distancias con el lado sur en el nuevo terreno –con
sus cuadros de hortalizas y legumbres penetrando sus ya ávidas apéndices entre
las sinuosidades de la empedrada vía que entre no pocos plantones de nogales,
castaños y ciruelos, y una que otra drupa bordean los linderos de las parcelas
opuestas–, se perfila la imagen que explicita su abstracción, con todos esos
delineados si bien todavía provisionales, marcando fehacientemente límites de
un camino basado en la convicción que solo un sentimiento sincero de afecto
puede insinuar y conflagrar aun en el alma más dormida. Y serpenteante como el
camino que enfila ya sus sentidos hasta el nuevo puente sobre “El Jordán de los
desposeídos” –el canal de riego ocurrentemente bautizada así por sus nuevos
usuarios a raíz del marbete que con ribetes de fábula trasciende entre los
“bajos puentes” de la gran urbe–, evitar que la avidez del tiempo y del
contratiempo adictas a la prisa y a la someridad que suele sugerir el trazo
recto, como la maleza del olvido borre antes de tiempo y sin lugar a
reconsideración, toda huella dejada al azar de los pasos y los plazos de un
proyecto que entre la necesidad, la curiosidad y lo que es más importante, un muy
oportuno precedente materializado en la fuerza y perseverancia de la pareja, ha
logrado avances si bien minúsculos en términos económicos, abundantes en
extremo en términos visuales que son en suma los que mantienen a flote la
esperanza entre los cada vez más numerosos huéspedes que literalmente suman cuando
se suman a la propuesta.
Las noches últimas han intensificado aún más la apariencia cósmica
que irradia el huerto desde planos superiores las cuales –incluida la reciente
ampliación–, con su solo de luces intermitentes encendiendo solitario los
frondes del ahora roble mantón enfatiza a niveles deslumbrantes la obscuridad
plena de las noches de “Pueblelo”, más aun con esos adornos platinados de fondo
tridimensional dispuestos con minuciosidad en los árboles de mayor dimensión por
Emilia que solo fantasías pueden refulgir ante la incidencia azul de la luz imperante.
El verano parece asentarse en definitiva con sus
oleadas de bochorno invadiendo las propias fronteras de la noche, como esta de
fin de año cuya insinuación de un cielo estrellado, pasada la medianoche, ha
dado origen a un apagón total de luces y un levantar de miradas desde el patio
cercano a la casa grande adonde, incitados por una escena tan huraña en una
zona costera como esta, Jacinto ha improvisado una fogata.
Es diciembre y lo menos que esperan las lenguas de
fuego cuando parecen blandir manos ante un elenco de luminarias que titila tras
ese azul noche profundo, es silencio danzando solo al son de las chispas de
carbón ligero. Al viejo y ya desenmohecido saxofón que Eliseo, tal cual una
pérdida manifiesta de lozanía de los años idos, trata de dar en clave en tanto
memoria en mano acude a los dioses de la técnica y la destreza, se le unen una
guitarra y una flauta que pese a las imperfecciones de tan improvisado
concierto, logran diferir un tanto en el tiempo, aquel embeleso de manto
estrellado al que apenas falta el paso rasante de la estrella fugaz para
completar el conjuro y que la profecía de Midas cobre vida en labios y orejas
de Dionisio, el de la flauta, y aquella siempre emblemática copla salvadora de
repertorios esquivos, “El cóndor pasa” que pronto invade la noche.
«Bien que
se lo tenían guardado», dice visiblemente emocionado
Jacinto mientras los oye cantar “bastante aceptables para ser principiantes”, como
se dice para si aunque muy en el fondo olvide que, siendo la actividad en grupo
más recurrente que frío nocturno alguno sin quererlo –entre otras aficiones más
vulnerables al paso corrosivo del tiempo–, haya incentivado a cuentagotas:
persista en ellos intacta, camuflada entre los pocos pertrechos sobrevivientes
traídos hasta este lado del día.
Sin necesidad de un narrador, la historia se escribe
en cada capítulo con el que día a día Eliseo sorprende a Jacinto, hablándole de
un pasado que nunca cuenta pero que sobre yacen a las palabras en el día a día hasta hacer palidecer al propio
desmorono de su historia que por más de la profundidad y eco que trasluciera en
angustia su último traspiés, siempre parece hallar un madero con el cual resarcir
y trascender, como la brasa en el viento, y en tanto se aplica como bálsamo de
supervivencia, replica en todos entorno aquel aroma lenitivo con el cual habiendo
trocado espinas en plumas, el dolor, hace cantar como a las aves la intemperie,
apenas habiéndolos tomado de sus mentones hacia ese incansable helado trajinar,
techo del desposeído.
Y en medio de la noche media, esta vez siendo los
vientos domados, los estupefactos ante el inaudito que amenaza hacer audible lo
inaudible: cada círculo concéntrico que ha comenzado a expeler su propio calor
alrededor de la fogata, rompe de pronto en estribillos flameantes capaces de quebrar
en almíbares si acaso algún trago amargo pasase a la puerta de listones tejidos
del huerto azul. Los perros aúllan al solo de saxofones de Enrico, uno de los
más recién llegados a la tribu, las no menos sorprendentes voces de las tres
Marías unidas a la de Emilia dan la nota aguda al coro, mientras en algún
rincón del viejo baúl algún par de instrumentos sobrantes de alguna banda acaso
exitosa, porfían en su hibernación a falta de alguna otra mano virtuosa que
haga vibrar sus cuerdas.
«Que es el
amor, sino esto_ se dice para sí Jacinto que una
vez más muy discretamente ha aislado su presencia interior y ausculta desde su
propio entarimado cada escena que se sucede en ese instintivo espectáculo
fastuoso de vida al natural que parece haber encontrado una vez más un rango
oscilativo estable justo en el pico más elevado de su zigzagueante deambular_, un campo pleno de frutos maduros, entre comestibles
y tóxicos a los cuales haya que reconocer, escoger y saborear desde el primero
hasta el último bocado azucarado que se diluya entre las papilas; y gozar del
eco intenso de su aroma y sabor atrapado entre los confines del paladar en
tanto la propia saliva se encarga de curar los arañones que alguna espina haya
dejado como huella inmanente a tan gratificante ganga».
El amor si bien callado vive más, pues así sigiloso
le es permitido penetrar espacios prohibidos no advertidos, una vez consumados,
nada hay como la espontaneidad y la expresividad que al igual que en su modo más
formal sugiere e incita ese mismo silencio, para hallar en la abstinencia e
insatisfacción de la piel no acariciada, una vía alterna a-convencional a través de la cual sea el cálido
aliento de la palabra bien incidida el que marque las rutas de un nuevo ideario
adonde las formas y los detalles deban ser también profanados por el “auto
sorprendimiento” como requisito primordial de esa otra supuesta plenitud que en
letras, si bien literalmente sembrara de estrellas el último tramo de la
jornada, debiera arribar a un mismo destino, aunque en adelante nadie se
atreviera a borrar la nueva facción del también nuevo rostro.
Es diciembre en el último recorrido horario del
reloj en la pared y si bien sus noches cálidas auguran un par de meses
adicionales de tranquilo abrigo, el invierno que se prevé más crudo que nunca
hará necesario apurar la construcción provisional de alberges para los
visitantes cuyo número en apenas algunas semanas han llegado a superar la
treintena.
“Si hay
algo que equipara al capotero y a banderillero con el matador, sin embargo_
remata finalmente Pedigrí en su blog_, aunque
mucho se empeñen en hacer notorio sus niveles de incurrencia en el absurdo de
cara al abolicionismo: es su latente y preeminente exención por el estoque y aquel
incompartible sueño aclamativo de la faena consumada inevitablemente impregnada
de trazas de continencia forzada y volátil que la muchedumbre se encarga de
desnudar. Un poco fan, otro poco espectador, lo cierto es que a la primera
oportunidad no cejará en empuñar el acero impío el otrora inhibido mataor, y en
el clímax del paroxismo que sus movidas de carnes pétreas incitan en el gentío –a
estas alturas entregado completamente a las oscilación de su musculatura–, reprimir
un deseo furtivo de incluir también la lengua en el manojo de rabos y orejas que
enrojecen su mirada sobre el ya inerte, inerme cismático ‘adversario’…”
Las tres Marías
Continúa capítulo 2: "Confesiones"
Nuevo ingreso: Viernes 16 de marzo de 2012
Desinhibidos al fin de tantas ataduras teóricas y etéreas
respecto de la contrición, la re-consideración y la enmienda, pero sobretodo, de
todo sesgo reivindicatorio de una razón, si bien auto desterrada desde hace
mucho a las mazmorras de la improbabilidad y la resignación –más que por
efectos de un ambiente in-propicio que si bien lo agrieta todo sin jamás dejar
rendija ni tiempo suficiente desde donde avizorar otros panoramas, por un
irreprimible temor de caer en las garras de la consciencia y la deliberación
que sin el debido sustento los condujera irremediablemente a la depresión–,
cuerpo y espíritu coincidían esta vez, y convenían un nuevo pacto, aprovechando
la brecha en el tiempo que se esculpía bajo la también nueva intemperie, trazando
así un nuevo carril alterno a la voraginosa avenida de estelas sin rumbo.
Cada final de mes, a partir de entonces, y haciendo
partícipe también en sus contentamientos a la nueva tierra, que así desde su
desnudez, apenas dando rienda suelta a las veleidades de su sustrato descansado
y sed contenida comenzaba a ser kit de un sustento nuevo: la fogata, la
medianoche y una eterna vigilia hasta el aparecer del clareo en el horizonte, fue
la nueva usanza instaurada en Pueblelo basada primordialmente en la necesidad
de alimentar también ese lado formal del vínculo que cada vez más apremiadamente
exigía ser armonizado.
Si bien un hado circunstancial, y mucho entusiasmo, rodeaba
hasta entonces cada encuentro, alejamiento y reencuentro en especial de los
nuevos allegados al grupo como tal, sin que alguna restricción pusiera en duda
los fines puramente indulgentes del entraño que allí se gestaba: una necesidad
de involucrar y dar protagonismo a ese futuro interactivo que planteaba el
enorme solar, por un lado, y la gran necesidad de recolección e incorporación humana
por otro –en la cual tanto consuelo, placidez y anhelo, antes que ser lemas e
inspirar, debían ser argumentos de ejecución, y guarecer, y considerar–, daba
lugar a esa, a partir de entonces, “noche rayana”, una especie de ceremonial
nocturno bajo el techado de estrellas. Fue entonces que, entre cantos y fondos
instrumentales que cada vez adquirían mayor entono, y gracias a ese fervor y
consecuente manía despertada, las propias visiones de cómo plasmar una realidad
sobre ese suelo –ya a estas alturas no tan ilusorio–, expresadas desde el punto
de vista más amical e instintivo posible en el ya instaurado aparte coloquial
de cada tertulia, hicieron, esta vez desde ese punto vital que apoya toda
iniciativa en la espontaneidad, una consideración probable y paulatina de
retorno hacia esa condición gregaria perdida; unas veces con simples evocaciones
de experiencias de vida que usualmente tenían que ver con relatos de infancia
pues pocos eran los aventurados a hablar sobre los orígenes de ese a partir de
entonces desbarrancamiento proscrito; otras tan formales que daba gusto ver a
esas gentes expresarse y desnudar rasgos visibles de lo que alguna vez acaso representara
un aporte también formal de sus talentos para con su sociedad.
«Creo que ya
es tiempo de hacer un bosquejo de lo que se piensa construir»,
dice lacónicamente Layla, la más joven de las Marías cuando el tema de la
conversación los condujera una vez más a la necesidad de aquellos no pocos que
ya van incrustándose a la vida hogareña, de levantar refugios ante el pronto
arribo de los fuertes vientos de otoño, y hacerlo pensando también en quienes
seguramente el frío traería a buscar refugio nocturno aunque solo fuese
circunstancial.
“Es curiosa la forma en la que se uniera esta chica
al grupo”, comentaba alguna vez Inés, la mayor de las tres mujeres llegadas en
diciembre a la huerta azul, pero las más asiduas concurrentes también del
gremio “Loro hablador” adonde un promedio de 60 años identifica a sus
integrantes y cuyos bajos puentes, por razones obvias, son también conocidos
como ‘cementerio de elefantes’. Sus rasgos blancos y finos de inverosímil personaje
populachero de telenovela, intensamente contrastables con la mugre que pululaba
su rostro y como una mascarilla de noche la cubría milimétricamente, casi, casi
sin involucrar a las raíces de su cabellera más próximas al roñadal, prontamente
despertaron cierta ojeriza entre los moradores del gremio en especial de parte
de los varones quienes a partir de entonces la conocerían como “La Güerita”,
aunque, su considerable grado de alcoholismo, tan ‘tempranero’ como sus
aparentemente 30 años de edad –
y en particular la forma ingeniosa de acopiarse del
líquido ponzoñoso–, la hicieron ser aceptada pronto y sin miramientos hasta ser
elevada como la espuma a esa suerte de matriarcado que tomó las riendas del
grupo a la salida de Eliseo y Emiliana. Por la forma que responden a sus
palabras, es notorio que hay un marcado ascendiente entre quienes bien podrían
ser abuelos suyos, y ella, excepto la ropa notoriamente de tercer o cuarto uso
que lleva encima, sin necesidad de haberla visto antes con su máscara de
confite rancio que daba fe de una larga data de sus citas con la botella,
parece toda una dama hasta en los movimientos más torpes de su ayuno obligado.
Nadie más lo supo, porque fue un día en que casi
todos salieron rumbo al río en busca de piedras para el avance del empedrado
del camino ‘de herradura’ de acceso al pueblelo, pero contaba María Layla que,
habían ido algunas personas a ver el terreno y entre otras cosas que entre
ellos hablaron por casi media hora, refirieron pertenecer a un gremio dedicado
a poner en marcha proyectos de edificación ecológica pero que querían saber
ante todo de las intenciones arquetípicas de un programa que según ellos había
logrado trascender a pesar del perfil moderado y despreocupado con el que había
sido tratado, apenas entre las fronteras de su ámbito, las sub urbes. Pero no
era solo eso, también estaba el hecho de que ‘Huerto azul’, a estas alturas ya con
tres paneles solares en el techado de la casa grande, pese a su poco
requerimiento energético, está ya a nivel de ser considerado un prototipo de
autogestión alternativa que a escala mayor, bien podría ser eje directriz de
iniciativas que, de materializarse, marcara precisamente eso, una verdadera
tendencia, primeramente al reconocimiento de una realidad que pocos creen
porque no ven, y porqué no, a un émulo que es la forma más espontánea y
saludable de hacer realidad tantas teorías y sueños, como buenas voluntades
inconclusas tiene la experiencia no habida.
Todos desviaron instintivamente sus miradas hacia
Jacinto aquel domingo último de marzo cuando Layla con un nerviosismo perceptible
refiriera los pormenores de tan auspiciosa visita. Si bien hablábase de un
documento oficial y consecuentemente, también de un emisor oficial que avale su
legitimidad: la serie de dibujos –la mayoría de ellos estrámbóticos y quien
sabe irrealizables–, depositados en la inmensa y solitaria sala del segundo
piso de la casa grande, así como la única posición suya de lucidez y acceso a
ese mundo formal y extraño del cual la mayoría de presentes eran apenas capaces
de rescatar recuerdos casi desvanecidos por el paso del tiempo y su consecuente
secuela orgánico-degenerativa, lo convertían en el candidato único para plasmar
los trazos iniciales de ese nuevo hábitat que entre todas las consideraciones también
formales en cuanto a calidez, simetría y bienestar que la palabra hogar inspirara
en ese perdido ilusorio humano, su ostensible necesidad de incorporar
suplementos intangibles capaces de abrir otras tendencias usualmente invisibles,
compatibles, desde el punto de vista más ontológico de los modos de interrelación
humana, confabulaban en esa mayoritaria determinación.
«Hay algo
muy especial que unido a la voluntad que cada uno de nosotros pone en la
consolidación del proyecto_ dice Eliseo haciéndose de la
palabra_, aparte de la suerte que en vez de piedras esta vez parece estar
dispuesto a deslizarnos copos de algodón sobre las mejillas, ha contribuido
para despertar ese grado de ilusión que no debe perderse con materializaciones
frías y calculadas que si bien dieran a nuestros últimos días la tregua que
merecen nuestros cuerpos cansados, es el espíritu el que debiera ser plasmado de
modo predilecto de tal forma que se cree una mística de reconocimiento que nos
deslumbre a diario y nos haga, y haga conscientes a los que nos sucedan, de la
fortuna que tuvimos. Y porque solo un grado de creatividad similar al que late
ya en este huerto consolidado y los seguramente varios años de dedicación y
entrega habida será en cada cerrar de ojos un patrón sobre el cual afirmarnos
cada día, creo que el más indicado de hacer el diseño es el amigo Jacinto. El
nos conoce tanto como nos conocemos nosotros unos a otros, pero lo que lo
diferencia de cualquier persona ajena siempre será la motivación, que no puede
ser plasmada sino desde un principio de convivencia y aquiescencia que la haga
perdurable en el tiempo. Sobre eso, como en el cimiento usual y corriente de
toda edificación, se pueden levantar todas las paredes que se quiera», acota
finalmente Eliseo aludiendo al lado oficial del diseño.
Es entonces que una serie de reflexiones y bosquejos
ya especulados en los últimos meses en los que ni los conceptos metafísicos ni los
cosmovisionales están ausentes en esa visión por ganarle centímetros de luz,
espacio y fuerza gravitacional a un complejo basado en el concepto global que
inspira ese lado rural de sus aledaños –que muy pertinentemente ya ahijan en vainas
y bayas–, son extraídos como el sumo de la zanahoria del imaginario de Jacinto
que hasta incluye un lago en miniatura que aunque solo tenga una función de
deleite visual, sirva a su vez de depósito de aguas de riego, o viceversa.
Cuando todo parecía indicar que el tema tratado
marcaría el final de una noche coloquial plena de perspectivas y de miradas
cálidas que compatibilicen con ese azul celeste que parece insinuarse en el naciente.
Cuando una mueca única parecía dispuesta a dar la bienvenida con una sonrisa al
amanecer que en tan solo unas horas hará de las sombras lamento silencioso
opacado por el murmullo de campo y la floresta adyacente: rompe su silencio la
menor de las Marías entre suspiros guardados y voz quebrada que aun el aire
pasmarse parece al darle una tregua a las flamas y destacar con su ámbar
intenso y calmo, el grave de los semblantes en torno.
«Por favor,
antes de irnos debo confesarles algo_ dice
sumiendo en la incertidumbre los rostros que ahora se sienten de las gruesas
lágrimas que parecen desbordar los ojos de la mujer_. No soy quien pretendo ser y pido disculpas por ello», acota
provocando un cruce de miradas en el ruedo y un silencio premonitorio que solo
la sonrisa y asentimiento de Emiliana parece ser ese acicate que necesita para
continuar. No es la misma chica que han conocido en sus arrabales, y ahora que
es centro de las miradas es claro el dejo muy bien maquillado de su modo de
hablar, y si bien sentían que algo se traía entre manos, quien sería capaz de
hacerle cambiar la intención al equino que ha olido y sorbido el primer
mordisco de la zanahoria que tiene entre cejas.
«No fue el
azar, menos una búsqueda de protección, al menos en el sentido más ajustado del
significado, el que me condujo hasta ustedes_ continúa
Layla_. Yo le pedí al padre Paul que me
ayude a integrarme a su grupo buscando ese poco de paz que no he logrado hallar
en mi propia tierra en todos los años posteriores a mi desgracia, y habiendo
oído de lo que sucedía en ‘El bajo puente’, había algo que me decía que solo allí
podría lograrlo».
«Yo fui
espiritual y moralmente ultrajada en mi país violada repetidamente bajo intimidación
cuando niña por un sacerdote a quien consideraba mi amigo, y desde entonces mi
vida es un eterno tormento que solo el licor con su dosis de evasión ha logrado
atenuar un tanto la eterna agonía en que se ha convertido mi vida. Si la
vergüenza y el desconcierto sellaron mis labios entonces, ahora hurgada en mi
soledad y mi vergüenza por las insinuaciones de culpa de mi supuestamente
‘extemporánea’ denuncia, y por un– a priori–,
sentimiento de incredulidad entre quienes consideraba mis hermanos en la
fe, vago literalmente por el mundo hasta que la propia calle y sus rumores sin
insidia me llevaron hasta ustedes, y ahora sinceramente no se que más hacer. En
estos momentos de duda, eternos, previos a mi
decisión de hablar, mi tristeza me profirió que era tiempo de marchar, pero
aquí me ven, mi cuerpo se resiste pegando sus plantas como raíces a esta noble
tierra».
Que hacer cuando, desprevenida, es de pronto sacudida
el alma, tanto, que hasta parece un juego de niños cada tragedia que algún
grado de culpa privada o la propia apatía del instinto mantienen escondidas en
el subconsciente.
«Hay un
dolor que ni el emplasto ni el fármaco es capaz de calmar pero a diferencia
suya no está sujeta a dosis ni a espacios ni a restricciones de tiempo_
dice de pronto Jacinto visiblemente impactado pues una imagen de esencia y pura
maldad invade los confines de su mente_; si
bien el dolor de la tragedia no es cuantificable, apenas sensitivo y con una
única intensidad grave en la fibra, solo necesita de una pizca de sensibilidad para
ser apaciguado y como el cuerpo extraño en el tejido, ser finalmente
encapsulado y redimido por el paso del tiempo. Pero si el cuerpo y el espíritu
son uno, ya que hablamos en términos píos de defensa de causa –y por lo visto
también de ofensa–, para que el primero obre con las diligencias del segundo,
tal como lo exigiría un orden natural de cosas, hace falta un mínimo de
sumisión que debiera de traducirse en un acto obvio de adhesión con la causa
lastimada. ¿Pero que lo hace tan confuso?», se pregunta Jacinto en tanto toma
una pausa apenas las otras tres mujeres ha salido disparadas de sus suelos a hacer
un solo nudo en el llanto junto a Layla, la otra treintena de hombres, acaso sintiendo
el peso de la culpa ajena, hace mutis en tanto solloza por dentro.
«¿Será que
es el espíritu errante y oscilante en sus modos de pernoctar en cada cuerpo?_
continúa el hablante_, pues yo no lo veo
frío y calculador, menos esquizofrénico al extremo de intercambiar estados de
lucidez con el mal, y hacerlo de manera gremial cuando provocan pequeños cismas
dentro de ese imperio que se supone gobernado por el amor. De ser así
hablaríamos de un espíritu humano, tan humano en el cual valgan más y se
justifiquen los intereses puramente materiales en los cuales basa su cimiento
la vida, o la supervivencia, diríamos mejor. Pero que podemos decir del
perpetrador que en la misma puerta del cielo ha echado a andar los engranajes maquiavélicos
más perversos que sermón alguno, seguramente inquisidor y penitente, haya hecho
palidecer las intenciones del propio diablo».
Por: Rodrigo Rodrigo
No hay comentarios:
Publicar un comentario