Nuevo ingreso: Octubre 23 de 2013
Brisa - capítulo 2
Noche inlucerna
“Las noches
y los días en Amanhecer nunca serán los mismos, flor doble de azucena herida”
Dice el inicio de una canción popular que, sin mucho importar quien la
escribiera, sabiéndose esencial e inevitable como una hoja que conduce el
viento, no deja sin recorrer calle alguna del pueblo apenas sucedida la
tragedia del Euritmia, inundando cada paraje suyo con sus sentidos quiebres melódicos
y esa suave entonación que acaricia el oído. “…ni el plateado lunar de tus noches lucernas; ni los remansos dorados
de tus ribereños atardeceres, más acariciarán los ojos tietenses en busca de
tus paisajes dormidos”, cerraba el primer párrafo de estrofa sin esconder
alusión a aquellas dos mujeres cuya presencia en el medio artístico de la
región –importante ya desde mucho antes–, descollara más a raíz de la gran cita
magna y sus ocasionales y particulares visitantes ansiosos por nutrirse de
tradición lugareña.
Era tal, el compromiso del pueblo con la serie de
eventos conexos especialmente organizados para promover su predisposición y participación,
en obra y concepción, y tanta la atención a cada detalle que sobrepasara las
aristas formales de los nutridos programas –oficiales y paralelos–, que los
dramas sufridos por Brisa y Jo, dos de sus mujeres más connotadas que de formas
no muy distantes una de otra habían sabido ganarse su atención y afecto, fue
muy sentida y prevalecieron por sobre la catástrofe ocurrida en el litoral tras
el imprevisible paso del tornado.
“Arriaron
miradas los unos; las perdieron en el hondo de la noche los otros, al silencio
del viento…”
Cual si la anónima canción antelara sus ritos a los
sucesivos acontecimientos en ciernes, una suerte de ‘bandera a media asta’ se
instaló esa noche en el quehacer cotidiano de aquellas gentes que apenas horas
atrás esperaban un acto final público de clausura de conferencia apostados
multitudinariamente en torno de los proscenios levantados entre las dos bocatomas
de puente a ambas riberas del río, a la espera del arribo de las naves; pero
muy en particular, en esa bullidora vida nocturna instalada a las afueras de
Amanhecer –de cuyo vientre se dice pariera la canción–, instaurada infaltable como
cierre de fiesta de cada día de actividades formales a lo largo de la semana; su
misión: alivianar los rigores y excesiva solemnidad de los eventos, con una
serie de `secuelas’ artísticas teñidas en su mayoría de poesía, música y danza,
influidas fuertemente por la “Triada de la inecuanimidad”, afamada carda
poética de Aracatuba que con el correr de días de conferencia pareciese se
hubiese mudado en pleno y tomado por asalto el pueblo. Sea como caricatura, sea
como pleitesía a algún acto sobresaliente o simplemente memorable: cada acontecimiento
suscitado en el ámbito formal, oficial o paralelo, era hecho escarnio atributivo
de cada personaje que a la luz del libreto oficial o simple sombra de un halo
de reciprocidad –respirado a borbotones en el ambiente festivo de los de a pié–,
destacaba con visos evidentes de ’querer’ ser ‘analizado’.
Hoy, a la luz de los acontecimientos trágicos del “Viaje
de la integración”, apenas alterado en ímpetu por la sombra de tristeza que
trajo consigo la tormenta e inflama como una llamarada cada acto; y por ese impulso
de viento que ha cambiado de sentido enfriando súbitamente sus horas y sus
noches: la marejada poética prolonga su arraigo en los refugios provocando que
también gran parte de sus visitantes prolonguen su estadía a manera de ancladeros
de vigilia y adhesión, pues Amanhecer, para suerte de la tendencia naturalista que
aferra sus lazos como zarcillos de fierro galvanizado por doquier amenazando
inundar toda la región sudamericana, seguía siendo pueblo, y muy tradicional a
pesar de todo; de esa modernidad que a raudales se asentara en especial en el
último año, con una serie de acondicionamientos estructurales capaces de
brindar acogida a un número considerable de visitantes, los más de ellos tan
desarmables y transportables que las teorías más resistidas de la
sostenibilidad hacían sentir presencia a raudales ahora en tiempos de
reutilización de la infraestructura, acaso con mayor atención y brío que en el
reciente primer uso.
“…pero tu
aroma a jardines de invierno me dice que volverás; que el sol tornará al reflejo
de tu iris a danzar sus cabellos en tus aguas
cristalinas…”
Desde muy de mañana, el clima vivido en el pueblo
entero aquel día siguiente de eventos, era un símil al de las festividades de
junio. Un aire a circo gigante en pleno desmantelamiento; una mirada de niño;
un nudo en la garganta, y ese trago de nostalgia que hace saber a tarde aun al más
esplendoroso amanecer de mañana tropical que amenazadoramente lumínico tantea
los tejados. Todas esas sensaciones confluían como los rayos de sol bajo la
luna de aumento aquella mañana de día siguiente, cual si las trazas de algún
ejército vencido partiesen llevándose aun el habla de sus calles; sus
pertrechos y las sombras de sus guerreros. Todo fluía, todo se deslizaba y
retornaba como las aguas tras el oleaje. Todo, excepto sus noches de lectura y elocución
alrededor de las fogatas cuya trama tenía ahora una fuente de inspiración
palpitante en que dar rienda suelta a esa emoción que persiste tras la palabra,
mezcla de representación exagerada del hecho al ojo rutinario pero
profundamente enternecedora en el pespunte final, y luego de algunos segundos
de letargo y recuperación del aliento al final de cada acto, parecen remecer con
sus ovaciones y aplausos, sus noches otrora apacibles y silentes.
Todo y todos, excepto Eraldo, a quien los relatos del
azar otorgaran los libretos de una trama muy personal, sui géneris, aun para las
fortificadas murallas de su propio itinerario somático, el cual parece seguir
los caudales de un derrotero totalmente opuesto que –de conocerse–, bien podría
llenar los vacíos argumentales faltantes de su drama allá en alguna burbuja
imaginativa ausente en las grutas, atrapado como se halla en los torrentes ‘encausados’
de ese secreto suyo que busca desesperado hallar una puerta por donde fluir también
libre –aunque de forma algo forzada por las circunstancias–, a esa dimensión conocida,
privada, que hasta hoy parece haberle servido apenas como un desahogo a su
egocentrismo dormido.
“Como
llorar ay cascada, azote de primavera, si aun tu tronar ensueña; o dolerme, filos
y púas de la noche última de invierno, si tu polen me espera: colorete doro que
sueña el colibrí…”
Pese a todo, a ese azar que como un manantial ha ido
llenando y hallando por si solo cauces y senderos extraviados en una penumbra poblada
de contornos neofititos que no cesan de oponerle una ajenidad inquietante, Eraldo
no siente que haya forma de quebrar ese devenir adverso que en forma de clave
de seguridad se opone esta vez entre su obstinada intención, su ausencia de
sueño, y una atípica ‘dormidez huésped’ del centro de sus atenciones
‘experimentales’–o llamémosle bien: de ambos centros–, si bien forzadas por
las circunstancias, pero que solo destellos de conexión han logrado hasta hoy
con el subconsciente suyo. Lo sabe por la familiaridad de los parajes
visionados, al parecer antes visitados; por esos rostros difusos que como flashes
deslizando su enigma por la pasarela de sus sueños, sabe la mayoría pertenece a
Brisa, pero a falta de un ítem hilvanador que como en la pesquisa los clasifique
y argumente: apenas delineados los indicios hallados, como el instante de una
fotografía se desvanecen entre los confines de sus recuerdos cercenados.
Para suerte de Eraldo y a diferencia de los eventos
anteriores en los que antes él ha debido hallar el ‘ojo del portal’ desde donde
dar inicio a su travesía, esta vez siente que es la iconografía la que busca el
enlace, y eso lo considera un avance y lo reconforta. Hallar alguna respuesta,
alguna mano que destrabe la puerta desde adentro y le ayude a entender los
confines de su propia prisión –un intento supremo por hallar ese hilo esperanzador
que estabilice el respirar tumultuoso que los acosa a los tres y une–: será, seguramente,
el madero flotante esperado en medio de la desolación y el silencio de cada
inmersión fallida; de cada tímido momento de sopor que su dura batalla con el
insomnio ha dejado como secuela, rasgos de desazón contenida frente al monitor en
busca de información que solo agrega mayor confusión al llamado de auxilio.
«Plasmados
sobre papel seguramente servirían de mucho». Se dice recordando
algunas escenas y rostros que en un fugaz pestañeo pueblan de pronto su mente en
el breve recorrido en bus al pequeño nosocomio de Valle do Luna, más son apenas
fragmentos fugaces que se distorsionan en el intento forzado de darles forma
memorable. Si bien su capacidad de lectura dice poco de ellos, el mensaje que
el subconsciente de Brisa parece sugerir, aun cuando por ahora indescifrable, lo
alienta a sabiendas de que al menos desde el lado opuesto, un nuevo vínculo,
una nueva forma de conexión, podría ser verdaderamente el cabo por donde
intentar acceder a su subconsciente y desde dentro tratar de aplacar los miedos
que mantienen a la mujer en estado de shock. Tan disparatada parece aquella
teoría que lo mantiene tan persuadido hasta casi los umbrales del
convencimiento, que una leve sonrisa asoma de repente ‘desfigurando’ por un
breve instante su rostro grave y tenso de los últimos días _ si no lo viviera no sería tanto el absurdo que aun a mi mismo me
parece todo esto», se dice en ligera voz alta a manera de consuelo, ante
una incredulidad que de seguro se desataría de hacerse público.
“Las noches
son más largas hoy cierto es, neón natural de luciérnaga perdida: pero también
tu recuerdo, y las paredes de nuestras noches que refulgen de color al son de
mi alma…”
«No podemos
hacer más, apenas crearle estímulos para un retorno paulatino», es
lo más cercano a la certeza que han recibido hasta ahora sus oídos de parte de
los galenos, y ello aunque en términos de plazos de tiempo resultaba incierto, denotaba
un grado de inocuidad que más allá del resquebraje provisional de lo más íntimo
de su entorno familiar, el propio tiempo no vacilaría en reparar. Y era cierto,
que puede haber que el tiempo no sepa reparar: aun el dolor dormita, la imagen
se desvanece, y el recuerdo titila en tanto la vida hormiguea en el pabellón de
la oreja como la pluma escabullida que anticipa en vuelo al polluelo, y
juguetea. Es el estado de Jo, sin embargo, el que preocupa a Eraldo. Ha mirado
sus ojos dormidos la noche de su internamiento, intentando hallar alguna
rendija enlace por donde tratar de acceder y hacer uso esta vez remunerativo de
esa facultad que el hacía genérico –pero tal parece no lo es–, y lo que es más,
quizá “llevarse el trabajo a casa” con la esperanza de, una vez dormido,
acceder a ese mundo de lobreguez e imaginada angustia y por lo menos servir de
improvisada compañía en el laberinto, más no halló respuesta alguna.
Temeroso de que en vez de amaino su presencia
perturbe aún más las atmósferas ya bastante inquietas de ambos círculos
familiares íntimos en derredor de aquellos retratos en cera en que se han convertido
ambas mujeres, Eraldo, en uno de los breves
despetares a otra andanada de pestañeos esta vez en la salita de espera –las
más de ellas pobladas de imágenes recientes, dantescas, que por momentos parecen
dispuestos a hacerle sucumbir entre los temores de la larga noche en vela del primer
día–, se daría de pronto cara a cara con Ombudia, quien apenas con el tono más
cálido de su mirada adusta que parece reprocharle aquella actitud distante adoptada
para con Jo, que contrasta con la intensa sensación de apego que irradia su
sola presencia en la ahora sala de espera vacía; sin casi proponérselo; sin
siquiera entender de que manera, apenas tal cual ese insomnio emotivo que
considera al duermo un obstáculo para sus deliberaciones e ilaciones: una
respuesta todavía sin forma ni sonido comienza a revolotear los confines de su
excesivamente murmullada mente obligándolo a abrir los ojos de manera abrupta.
“Si
supieras la arista faltante en la trama de la historia”,
parece decirle el eco de su vago despertar, en tanto, algo confuso todavía por
el repentino cambio de escenario, ahoga un comentario sobre su reciente viaje
en autobús con un vago “Que extraño”, callando de pronto ante la figura ya desvanecida
de la mama. Es la señal que esperaba, suficientemente persuasiva como para
armarse de valor y confrontar ambas situaciones desde el más aparente y visual
de los puntos de vista sin que aquel sentimiento de culpa intruso que lo ha
estrujado en las últimas horas de visita distraiga más su enorme necesidad de
sentirse parte de aquellos circulillos de fuerza gestados en torno de ambas
mujeres yacidas a no menos de 25 metros de distancia entre lechos; desde lo más
profundo de esos sentimientos compartidos transmitidos en cada mirada que logra
traspasar los cristales de ambas habitaciones opuestas; con una sola
aspiración: buscar entre tanta consideración engendrada en cada ambiente, que ambas
despierten del sueño forzado en el que han caído atrapadas.
No hay prioridades sin embargo, esta vez, aunque sea
inmensa la fuerza con la que desde una de las puertas con mayor autoridad
desnuda ese vacío que pernocta en su pecho. Un pasado nostálgico que ha abierto
algunas heridas, algunas propias, otras no tan ajenas, y un presente por
primera vez férreo y arraigado cual si fuera el primero y único rayo solar a
ser racionado en víspera de primavera, ambos solidificados en un único
sentimiento que deambula como un espectro por los pasadizos brillosos del
establecimiento blanco.
Un profundo estremecimiento sacude a Eraldo cuando
tiene ante sí, así tan de cerca que quisiera zambullirse entre las vivas aguas
de sus profundidades, a esos dos ojos que tanto habían sido protagonistas para
presenciales de pasajes esenciales de su breve estadía por esas bellas tierras de
bucólicos ensueños. Su mirada, perdida en algún laberinto eriazo y vacío que no
alcanza a expugnar, si bien ya no más hieren como los dardos de hace apenas
unas horas atrás cuando el siniestro desplegara sus alas desde el más
melancólico de sus epicentros: puesta de pronto fija ante la suya, así con aquella sensación de reproche que no ha
sentido desde hace tanto, y a pesar de todo parecen atraparlo en aquella marea
a punto de desbordar, lo obligan a retroceder tan repentinamente que es capaz
de sentir el vértigo atrapado en ese profundo globo negro zarandeado por el recuerdo
reciente, hiriente, como aquel adiós silencioso de la triste mirada de mujer, en
tanto, una extraña sensación parece apoderarse de su voluntad entre imágenes vivas
y estrépitos que apenas si es capaz de hallar algún punto de inflexión entre aquellos
picos –los más elevados–, de los acordes de “La tormenta” que muy oportunamente
parecen querer sonorizar, y herir hasta el drama, los hilos de sus pensamientos.
De pronto el caos total que hace inútil evadir las
imágenes que se arremolinan como el viento en total descampado hiriendo lo más
vulnerable en esa intemperie de recuerdos que como un holograma repite una vez
más, escena tras escena, sin piedad el acto, la tragedia: aquel par de ojos
negros desguarnecidos perdidos en algún lugar desolado y cruel que lo atrapan
en medio del tempestivo titubear de su voluntad y la impotencia de sus manos que
quisieran ser extensión de su mirada y actuar a la par, y curar. ¡Mirada, proyector
de atónitos slides incapaz de detener el impulso del viento o el romper del
agua turbulenta que juntos cobran vida y arremeten como el eco furibundo del
tiempo: si tan solo pudiese amainar la pena tras el falso convexo de su
cristal, que en vez de traslucir la calidez y el cobijo que presienten los
poros, refleja, repele y enerva el alma; aun cuando solo fragmentos; aun cuando
apenas ecos lejanos de nuevas tormentas colonas!
Un repentino llamado en su atención que el envés de su
dolor, como un catéter segundo aprisionando la muñeca ausente en sus manos
patentiza, hace volver la repentina mirada de Eraldo a través de los cristales que
lo separan de la habitación de enfrente, logrando divisar por un momento –entre
cortinas–, el rostro pálido de Jo reflejado en el fondo negro de la ventana
opuesta. Sin más pensarlo, y apenas alcanzando a tocar el hombro de Edson –quien
parece no inmutarse–, en señal de anuencia: como llevado por el hilo de sus
pensamientos, presto acude al llamado.
La andanada de sonrisas con la que es recibido –“un tanto forzadas para la situación que se
vive”, considera Eraldo, “aunque no
por ello menos oportunas en ese juego de rompecabezas que son los espacios
faltantes y sus añadiduras aunque tardías”–, aun en el más afligido de sus
fondos argumentales, denotan esa suerte de claridad y prioridad suya en el
lugar de los hechos. Con la aquiescencia
y la espontaneidad que tanta proximidad vivifica, puede el arrodillarse para
estar más cerca y poder tocar el rostro de Jo con el envés de su mano. «Eso si no es una señal, que lo es», repite
una voz en off que si bien parece perturbarlo inicialmente, el beso entre los
párpados y la frente con el que su cuerpo parece desentender cualquier otra
atención que de el requiera el momento, lo avasallan y envuelven una vez más en
sus recuerdos, los más cercanos a ese idílico, inmerecido y coercitivo paraíso
soñado, y en el se deja perder ignorando cuanto sucede en derredor.
Y tardías también, y no por ello inesperadas, dos
gruesas lágrimas asoman en silencio entre baños imaginarios de claros de luna
de día 27, que inútilmente intentan desvanecerse en la mirada gacha. Y si dos
fueron las señales privativas que lo mantienen ahora con sus manos tomando las
suyas en medio de ese infinito laberinto de silencios: aquel suspiro hondo que
hace volverse a la más distraída de las miradas en la habitación es la nueva señal,
perceptible a todos que devuelve sonrisas, esta vez, genuinas, resplandecientes,
consideradas, como todo lo blanco que acomete al husmear del primer rayo de sol
en las cortinas y acude presuroso al advertir de los presentes.
En ese ir y venir de los deseos, los buenos deseos; y
de señales y de esperanzas; acude presurosa, infaltable, sin embargo la
nostalgia, y luego la melancolía, como queriendo arrostrarle fríamente el
rostro a Eraldo con su abanico de realidad, de presente que disuade las
sonrisas y las sincronías –en algún momento, forzadas ya por el tiempo–, definiendo
la imagen de la impotencia en la fotografía de Jo que tiene instalada en el
portapapeles del computador agigantándose y replegándose en efectos
tridimensionales dándole una apariencia vívida y presencial, mimetizando su
sonrisa con ese abrir de ojos que como una imagen inconclusa apenas a medio
proyectar persiste en los vestigios de un sueño incompleto al que él quisiera
catalogar de malo, pero cuyas dos lágrimas a medio desbordar en sus propios ojos,
se lo impiden. Continuará...
por Rodrigo Rodrigo
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